Una ley es una salchicha con las aspiraciones de los ciudadanos aglutinadas por la grasa de algún puerco desafortunado. Existen leyes de un solo sabor que persiguen objetivos consensuados y con medidas de implementación de trayectoria comprobada; sin embargo, no todo es tan sencillo como legislar la compleja telaraña de una propiedad horizontal. Las reglas que reconocen y valoran los derechos humanos y el desarrollo sostenible son altamente ambiguas tanto en sus objetivos como en sus posibles trayectorias de implementación.
Este es el caso de la propuesta Ley de cultura de Panamá, que se sostiene gracias a una panoplia de sabores y grasas. Recientemente la Asamblea prohijó esta ley y en las próximas semanas recorrerá el país para sostener consultas ciudadanas. No envidio a los funcionarios que tendrán la responsabilidad de procesar estas contribuciones. Es difícil legislar sobre la cultura cuando esta área de política pública ha sido ambigüezada conceptual e institucionalmente por organizaciones como la UNESCO, que sugieren que la cultura es todo:
…(L)os rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o un grupo social…(E)ngloba, además de las artes y las letras, los modos de vida, los derechos fundamentales al ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias y que la cultura da al hombre la capacidad de reflexionar sobre sí mismo…
En efecto, entre las justificaciones de la ley panameña encontramos que la cultura es lo que fuimos, somos y seremos. Al no existir límites en su campo de acción, responden a diversos intereses y expectativas en conflicto sin realizar ningún cambio sustancial o estructural.
Esto también significa que para hablar de lo que nos gusta de la ley no vale la pena dar justificaciones, ya que es probable que tú y yo partamos de diferentes definiciones de cultura. Por lo tanto, sin tantas justificaciones puedo decir que me gusta que la ley deje en claro que la cultura no es una tarima de espectáculos de pollera. Es un logro que esta ley hable de los derechos culturales de las minorías y de que el diálogo entre las culturas es necesario para el desarrollo sostenible.
Me gusta que la ley proponga fondos concursables para proyectos culturales, con jurados internacionales y criterios claros. En un país donde, según el Latinobarómetro, más del 70% de los panameños nunca ha viajado al exterior y casi nadie confía en el vecino, estos procesos nos unirán un poquito más al resto del mundo y podrán servir de ejemplo en procesos transparentes y justos.
No sé si me gusta que los centros educativos artísticos pasarán al Ministerio de Educación y que las bibliotecas al de Cultura. Por una parte, esta arquitectura refleja el guacho conceptual e institucional de la ley, pero al mismo tiempo pone fin a los penosos debates eternos sobre estos temas.
Definitivamente, no me gustan todas las zancadillas que la ley le pone a los patronatos culturales. Estas van en contra del desarrollo de la muy mancillada sociedad civil. No me gusta porque necesitamos un sector civil que represente sus intereses plenamente sin tener que primero pagarles pleitesía a los funcionarios públicos de turno. No me gusta porque estas zancadillas incrementan aún más el costo de mantener patronatos y, por extensión, oenegés. Eso, por su parte, hará más difícil que personas de escasos recursos puedan abrir y mantener oenegés, aumentando el poder casi oligopólico que ciertas familias y grupos empresariales ya tienen sobre el sector civil cultural.
Finalmente, me gusta que Panamá pronto dejará atrás, oficialmente, la idea de que la cultura sirve para alimentar ese pensamiento nacionalista nostálgico que beneficia a pocos y destruye a muchos.
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