Marchas fúnebres para Anat Cohen


En mi última visita a Buenos Aires, la ciudad me recibió de manera calurosa: el sol se dejaba ver antes de las seis de la mañana, el cielo permanecía espléndido hasta pasadas las veinte, y lo más importante es que no llovía. Después de llegar al apartamento donde me hospedaría, salí a caminar bajo la sombra de las jacarandas que, aunque era primavera, parecían apresurar al verano. Entré en una cafetería cerca de la plaza Serrano, en el límite entre los barrios de Villa Crespo y Palermo, pedí un té con medialunas (ineludible desayuno porteño), y mientras hojeaba el diario sentí un mazazo en la nuca al ver que justo ese fin de semana se realizaría el Festival Internacional de Jazz de la ciudad (BAJazz), y otro aún mayor cuando vi en la lista de participantes a Anat Cohen, clarinetista israelita a quien sigo desde hace tiempo.

Adrián Iaes, director del BAJazz, afirma que desde su primera edición en 2008 la única regla para los invitados internacionales es que nunca se hayan presentado en el país. Al principio pareció una medida arriesgada, pero el público ha respondido y confía en la agenda, aun sin conocer a los artistas. Otra norma es no repetir invitados. Si algún artista quiere volver a la ciudad debe hacerlo por otro camino, pero no por el BAJazz. Tampoco permiten que los artistas se limiten a bajar del avión, se presenten y vuelvan al avión. A pesar de que el festival dura solo cuatro días, El Aula, rama pedagógica del festival, tiene una agenda amplia de clínicas y talleres, tanto para los estudiantes del conservatorio como para el público en general.

Iaes cree que en los últimos años las mujeres hacen más y mejor jazz, por ser  «más intuitivas y menos prejuiciosas» que los hombres, tanto por la educación que han recibido, como por el entorno adverso para ellas, y esto hace que desarrollen un olfato más creativo. 

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El domingo al final de la tarde llegué al barrio de la Boca, y después de visitar al poeta Eduardo Monte y a su esposa, Natalia, me encaminaron hasta la Usina del Arte, un edificio construido hace cien años y cuya torre, emparentada con el Duomo de Florencia, parece ser una casa de galletas bañada en mermelada de naranja. La entrada al concierto era gratuita, pero había que formar fila. 

A las siete y media se abrieron las puertas. La primera fila estaba reservada, me acomodé en la segunda, y a las ocho en punto apareció Anat: el cabello rizado a la altura de los hombros, camiseta sin mangas, jeans y zapatos de piel ─todo negro─ con suela de cuero que utiliza para zapatear y manejar los tiempos del grupo. Estaba acuerpada por los integrantes del Trío Brasileño: Dudú Maia (mandolina), Alexandre Lora (pandereta) y su hermano Douglas (guitarra de siete cuerdas propia del choro). 

El primer tema en sonar fue Murmurando, mi favorito, y después destacaron Choro pesado, donde sincronizan a la perfección los cuatro instrumentos del conjunto, y luego The Spirit Of Baden, adaptada a la percusión y cuerdas brasileñas y cuya versión en Youtube ─KNKX radio─ es una joya.  Luego de cada dos o tres temas, Anat hacía una pausa y se dirigía al público, al principio en un español bastante limpio, pero las emociones parecían jugarle la contra pues después de un rato, el portuñol (mezcla de español con portugués que se habla en los países que rodean al Brasil) la dominó y los bilingüismos rigieron el intercambio con el público, que no por eso dejó de ser luminoso.

Los porteños no destacan por ser efusivos, pero ese día todos terminaron de pie, «sambando» y ovacionando al grupo como si fuera un equipo de futbol, al punto de que tras despedirse, el oé oé hizo que volvieran dos veces para interpretar un tema extra.

Anat define al jazz como una manera de vivir, de encontrarse a uno mismo y de aceptar al otro, y cree que el choro brasileño fue la llave que le permitió abrirse a todo lo que es diferente a ella. Recomienda escuchar y, en lo posible, interpretar jazz por ser la música que brinda mayor libertad para improvisar más allá de dieciséis compases.

Siempre sonriente, deja ver que disfruta lo que hace, al punto de que cuando escucha a sus compañeros parece olvidarse de retomar el instrumento, hasta que alguna señal de aquellos la devuelve al conjunto. Es rápida con los dedos, y sus tonadas, lejanas a lo que el oído espera, sorprenden. También es hermosa la complicidad con los muchachos del trío brasileño.  Mientras toca, va «sambando» con las piernas, los hombros y la cabeza; tanto si está de pie o sentada se aferra a su instrumento como un oso hormiguero metiendo la nariz en la tierra. 

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Al día siguiente acudo a la clínica de clarinete, otra vez con Anat. Viste una blusa roja muy ligera, un jeans azules y los mismos zapatos con suela de cuero que hizo sonar en el concierto. Este es un encuentro más íntimo, con diez o quince personas.  Empieza preguntando quién trajo clarinete, pero nadie se atreve a sacar el suyo. Luego cuenta que hace música desde los 12 años y que muy joven se mudó a Berkeley con la idea de seguir los pasos de su hermano mayor, Yuval, en el saxofón. Avishai, el menor de los Cohen, toca la trompeta. 

Anat cuenta que en el medio de un curso acerca de Charles Mingus había días en los que cada alumno tocaba algo de su país.  Entonces escuchó por primera vez el choro brasileño y sintió algo que no había experimentado con Juan Sebastián Bach ni con John Coltrane, al que tanto escuchaba en esos años. El grupo estaba buscando a alguien que tocara el clarinete y le hicieron la propuesta. Al principio se negó, pero el género recién descubierto le carcomió los poros hasta que aceptó, dejando de lado el saxo, a pesar de haber pasado años con él. 

Al inicio se sentía desencajada por los pequeños «gallos» ─inevitables ante el cambio de instrumento─, pues aunque parezcan similares, el saxo y el clarinete tienen ejecuciones muy distintas. Sin embargo, la sonrisa de sus amigos la hizo querer tocar más, y cada melodía acabada le producía «un disparo dentro de la cabeza» que terminó convenciéndola de quedarse en el clarinete y en la música brasileña. 

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Al final del taller camino a la primera parrilla callejera, pido una cerveza y me siento a esperar que termine de cocinarse mi choripán. Paso los minutos viendo los tonos vivos que colorean tanto los edificios como los techos de lámina que le dan a La Boca un aspecto de buque viejo, como los taxis de La Habana Vieja. Me distraigo descifrando los diseños de un mural cuando escucho un zapateo y lo vinculo con el que dirigió el concierto un día antes y el taller de esa tarde. Reconozco el portuñol y, al alzar la cabeza, veo a Anat con una mochila al hombro, pidiendo también un choripán y una cerveza helada. La saludo y la invito a sentarse a mi lado. Luego se nos une Pablo Citarella, pianista porteño. 

Mientras baja la espuma de la cerveza en el vaso, Anat se queja de la fatiga del viaje, de la agenda apretada y de la comida gourmet. En ese momento recibimos los choripanes. Acto seguido, ella le clava los dientes al suyo y el cansancio se borra de su rostro. Sin tiempo para traducir al portuñol exclama: «Street food rules

Hablamos de cómo su música ha cambiado durante los años  ̶ Ho fim es mi tema favorito de su producción más temprana ̶ , de sus influencias, y en eso Pablo menciona a Federico Chopin. Le hablo de una versión de Chopin que quizás no ha escuchado y le comparto el vínculo de la que en Guatemala se interpreta, en funerales y procesiones, como su Marcha Fúnebre. Después de sacarnos fotos y cruzar direcciones de correo, me da una copia autografiada de su álbum Rosa dos ventos. Sin tener cómo corresponderle, intento explicarle qué son las marchas fúnebres y se muestra curiosa por conocerlas. Pienso en cuáles podría recomendarle y se me ocurren Bálsamo es tu nombre, de Fabián Rojo; Flor espiritual, de Salvador Milián, o para ir con lo más básico: El cuervo, de Pedro Donis Flores.  Confío en que las clásicas no fallarán.

¿Quién es Leonel González De León?


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