Aaron Swartz y el punto ciego de un genio


javier-gonzalez-blandino_-perfil-casi-literalEstas fechas ni siquiera coinciden con las del aniversario de su caída, ni tampoco este texto se encamina hacia un obituario tardío. Y sin embargo, he querido reconstruir a Swartz desde sus testimonios genuinos como activista del internet y como hacker de élite, y no desde la engañosa fugacidad de su tragedia como hombre. Si se me permite este salto hacia el pretérito, una elegía a manera de reproche. Aquí voy: Swartz fue el prototipo del niño prodigio. La curiosidad era su estandarte más amado y su piedra de toque. A los seis años programaba con pericia desde la computadora de su padre y enseñaba álgebra a sus hermanos mayores.

A los diez años obtiene un prestigioso premio, ArsDigita Prize, que le permite viajar y entrar en un contacto con la comunidad de programadores en línea. Ejercita con complejos códigos de programación en el diseño de incontables sitios web de avanzada: tor2web.com, infobase.org. El muchacho hacía maniobras de reconocimiento, aún no forjaba nada extraordinario, pero esto era un esencial aprendizaje para proyectos mucho más ambiciosos. Y de hecho, estos habrían de llegar muy pronto.

A los catorce años diseña, en compañía de otros asiduos compañeros suyos, el código RSS (Really Simple Syndication) un script pionero para compartir información por internet y que transformaría en definitiva la forma en que consumimos actualmente información noticiosa por la web. Posterior a este descubrimiento —y bajo su continuo emblema del llamado Contenido libre, información abierta al usuario—, encabeza el proyecto OpenLibrary, una herramienta dedicada a crear una página web para cada libro jamás publicado, otra base de datos colaborativa y de acceso público.

En 2008, y con el dinero obtenido con la cesión de su código RSS —poco más de un millón de dólares—, Swartz teje una de sus obras maestras: la compra de documentos alojados en el sito PACER (Public Access to Court Electronic Records). Es así: en este sitio de la web se encuentra hospedado el registro de todas las sentencias generadas por los juicios en el sistema judicial norteamericano, sentencias que deberían ser del dominio público, pero que el portal vende a un precio lo suficientemente alto como para que no todos los interesados puedan acceder a él. Swartz se hace de este registro de archivos, casi tres millones de títulos, y los coloca en un servidor para descargas gratuitas al usuario común. “La información es poder. Pero como todo poder, hay quienes quieren mantenerlo para ellos mismos. La herencia científica y cultural del mundo entero, publicada durante siglos en libros y revistas, está siendo digitalizada y bloqueado su acceso por un puñado de empresas privadas”, declararía Swartz en uno de sus manifiestos por una internet libre.

Pero la travesía no concluía ahí. En el año 2010 las grandes corporaciones de la web elaboran la propuesta de ley que luego se conocería como SOPA (Stop Online Piracy Act: acta de cese a la piratería en línea). Un anteproyecto jurídico que restringía como nunca antes las libertades de los usuarios en la internet. Aaron lidera y funda la organización Demand Progress, que dirige las protestas contra SOPA, protestas no solo digitales, sino también públicas. En las imágenes de las manifestaciones en rechazo a esta ley se ve a un Aaron Swartz enfundado en su sobretodo negro y dando furiosos discursos por la libertad de acceso a la información. Finalmente, la presión ejercida por este movimiento ayudaría para que el congreso norteamericano se echara hacia atrás con la aprobación de esta ley.

Como muy pocas personas en la historia digital, Swartz había contribuido a la construcción y defensa de la internet “como un ecosistema de conocimiento y libertad de información orientado a la expansión de la conciencia humana”, y a la transparencia de los datos de los usuarios como un derecho innegable de los mismos. Visionaba una comunidad en la que los usuarios pudieran intercambiar información por igual, sin restricciones económicas, o alguna otra forma de explotación comercial. Y guiado por estos ideales de una auténtica comunidad de usuarios, colaboró en la elaboración y lanzamiento de las licencias Creative Commons (Cc) que, como se sabe, son licencias sobre los derechos de autor que abogan por Bienes Comunes Creativos

Con todo este legado, Swartz, sin embargo, perpetra al poco tiempo un acto de franca ingenuidad que marcaría en definitiva su tragedia: en julio del 2011 vulnera la base de datos JSTOR (Journal Storage: almacén de publicaciones periódicas). JSTOR no es otra cosa que uno de los mayores depósitos globales con artículos e investigaciones académicas, pero que no son de uso público como están llamados a ser, sino que su acceso está limitado por una membrecía anual. Swartz ingresa a los servidores del Massachusetts Institute of Technology (MIT) donde colaboraba habitualmente, y desde ahí descarga millones de artículos científicos que luego colgaría para la descarga gratuita. JSTOR y el MIT dan cuenta del hecho a las autoridades y Aaron, que con esto ha cedido los argumentos justos para su juicio a la fiscalía local que ya andaba tras sus pasos, es acusado por delitos digitales. Las penas que Swartz afrontaba iban hasta por treinta y cinco años de cárcel y una multa por casi dos millones de dólares. Su caso es tratado con la más alta gravedad por las autoridades.

Frente a esta situación, el genio rutilante de la informática y uno de los más efectivos activistas por las libertades digitales, finalmente había encontrado un obstáculo en el reverso de sus propios sueños: la indiferencia humana. El desinterés obstinado del ser humano por sí mismo y por las aspiraciones de una comunidad digital libre fueron el punto ciego en las visiones impecables de Swartz. El joven había quedado solo frente al coloso estatal. Nadie pareció interesarse en la contienda desigual que Swartz libraba contra la maquinaria jurídica estadounidense. Con frecuencia, Swartz había solicitado ayuda a muchos de los medios digitales que hoy consumimos sin obtener resultados a largo plazo. Tampoco los medios de noticias hicieron una cobertura seria del hecho. Swartz estaba a esas alturas sin dinero y sus amigos más cercanos intentaban ayudarlo sin mucho éxito. Todavía más: su propia fundación no había logrado recaudar, pese a las constantes llamadas de apoyo, el monto necesario para enfrentar el gasto legal requerido para la causa en su contra. Inclusive acudió en busca de ayuda a sitios como hackersnews, y algunas de las respuestas de apoyo fueron, no solo tibias, sino de reclamo: “sé hombre y asume las consecuencias de tus malos actos”, cita un post en respuesta a la solicitud de Aaron. Hoy, a casi dos años de su muerte, el propio nombre de Aaron nada les dice al hombre común y al usuario más avisado de las redes. Swartz es un genio del subsuelo, de las catacumbas de la cultura pop. Otros son los ritos rabiosos del público y otros los fervores del cibernauta.

“Hay un momento, inmediatamente después de que la vida ya no vale la pena —anotaba Swartz en una de las entradas de su diario, ya acorralado por la depresión y el desánimo—  cuando el mundo parece ir más despacio y todos sus innumerables detalles, de repente, se hacen brillantes por fin ante nuestros ojos ciegos y se tornan dolorosa e irremediablemente evidentes”.

Cuando Swartz recobra la vista y descubre, de golpe el solitario camino a donde lo habían llevado sus visiones, recurre al primer y único acto de cobardía que supo: cometió suicidio. Un día antes de su muerte había recibido amenazas de los fiscales neoyorquinos de que su departamento iba a ser requisado y que sus dispositivos electrónicos y demás bienes pasarían a la orden del judicial. El miedo a la cárcel, sus depresiones tozudas y el hecho de saberse haber perdido la batalla en soledad, finalmente le hicieron ceder terreno, y orillado por la frustración, el genio se dio de bruces contra su propio desengaño.

Luego de la muerte del músico inglés Nick Drake —otro de los creadores indiscutibles pero de las artes— su madre, Molly Drake, recitaría este poema que cifra la tragedia de su hijo y también la de Aaron Swartz:

El vivir a diario hace crecer alrededor de nosotros una piel,

una membrana para dejar fuera la desolación aterradora

que nos ronda allá afuera…

Algunos logran romper esta piel, creo que hay de los que penetran

las paredes quebradizas con sus dedos y hacen un agujero,

y entonces, por esta rehendija cruel miran a través de las cenizas

de este mundo tenebroso con los ojos desnudos,

avizoran hacia fuera y hacia dentro, conociéndose a sí mismos

y demasiadas otras cosas que aún son imposibles nombrar.

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