Recientemente leí un artículo titulado algo así como “Diez pensamientos para el siglo XXI”, donde un columnista se lamentaba acerca del estado de nuestra sociedad digitalizada, tan impersonal, tan obsesionada con la música pop. Hablaba con una perturbadora nostalgia por la antigüedad, regalándole una flor al panteón de falos literario-filosóficos desde Sócrates. Y podría ponderar en la ironía de apedrear los medios digitales desde un post en internet, pero creo que hay algo más preocupante en el hecho de que un académico moderno tenga una perspectiva así de derrotista y que quizá sea esa la norma para todos los pensadores que poseen un router y un catálogo de títulos.
Estudié literatura porque amaba —bueno, aún amo— escuchar y crear historias. A los dieciséis terminé la sexta entrega de Harry Potter en el mismo mes que leí el Ulysses de James Joyce. Tuve un (ya extinto) blog de cuentos y poemas y desarrollé un curioso impulso para conocer y escribir, para despedazar cada historia en una bonita autopsia. Saber que existen personas dedicadas de por vida al estudio e interpretación de una sola forma métrica, o un solo autor o género, nunca dejará de inspirarme algo parecido a la esperanza, y por eso, no entiendo la negatividad con que un autor desecha un siglo completo de potencial creativo en el nombre de un canon ya arcaico (irremediablemente blanco, occidental y masculino heterosexual).
Déjenme explicarme: por supuesto que existe la mala literatura. Existen editoriales con machotes para bestseller, con legiones de autores fantasmas que redactan intrigas sexuales y misterios que siempre inculpan al mayordomo. Y de paso, existe gente que disfruta sus novelitas de noventa y nueve centavos sobre romances de Nascar y detectives con nombres exóticos. Es un negocio con cincuenta sombras de rentabilidad (perdón, no me resistí). Existe también cualquier cantidad de poetas enamorados de su texto mediocre, capaces de repetir clichés cansados porque la capacidad de sentir hambre o calentura les causa novedad. Defenderé a muerte su derecho a fascinarse con sus sentimientos, pero jamás me digan que su vulgaridad es una excusa para el arte, una razón para que los vea como algo más que una farsa o un sentimentalismo encuadernado.
Esta es la era del Despacito y la película de los Emojis, sin embargo, permítanme decir que la bancarrota creativa no es un invento de la posmodernidad. En la misma era de los bellos madrigales renacentistas de Giovanni Pierluigi da Palestrina se compusieron las glosas soeces de Juan del Encina. Busquen la infame secuela para Don Quijote (sorpresa: hay al menos veinte). Vayan y confirmen cómo las gloriosas paredes de Pompeya y Roma tenían grafitis con penes. El arte podrá ser poco accesible para el vulgo, pero nunca alrevés.
Ahora volvamos a lo que supuestamente hace que esta era sea tan oscura y decadente comparada con «la era de los grandes tratados médicos, las épicas, los hermosos poemas, la patrística y la escolástica». Casi pareciera que la Edad Media no tuvo plagas ni guerras ni corrupción eclesiástica. Después de todo, todo el conocimiento, ciencia y arte del planeta pertenecían a selectos grupos de hombres adinerados, castos, convenientemente encerrados en un monasterio, pero yo vivo en un mundo donde nadie puede intercambiarme por media docena de cabras para producirle un heredero. Existo en un privilegiado punto de la historia en el que puedo leer, en media hora, más contenido que toda la población de una aldea en el siglo IX. Nací en la valiente era que vio la entrega del mayor galardón de literatura para un rockero.
Y ese es mi verdadero problema con la nostalgia académica —además del sexismo, pero hoy no vengo a instigar esa pelea—: cómo, cual fundamentalista bíblico, se rehúsa a creer en la evolución como medio de supervivencia. Tampoco vengo con mi manifiesto futurista a quemar bibliotecas y museos, pero creo que ya (¡ya!) debemos dejar de endiosar el pasado y entender que con todos los tesoros que le heredamos vienen también malformaciones congénitas, enfermedades y supersticiones.
Quiero que persista la tarea académica, por supuesto, pero prefiero pensar que tiene un magnífico entusiasmo por lo que crearán los artistas que crecieron con Google y el terrorismo, con memes y reggaetón, con películas de Christopher Nolan y Michael Bay. Estoy enamorada de la posibilidad que representa esa margarita creciendo en el asfalto: valiente, herida e insolente, literariamente hablando. Justo eso pensé esta tarde cuando descubrí (vía ebook) el terrible y hermoso Ambiguity Machines: An Examination, de Vandana Singh mientras aquella cafetería vibraba con el último éxito de Taylor Swift: Look What You Made Me Do…
†
Me encanta leer cosas así. Parece que hoy en día solo eres culto si lees obras de siglos pasado. Yo creo que si queremos crear nuestro propio «siglo de oro» (o quizás bronce, tampoco hace falta motivarse jajajaj) primero tenemos que creer en nuestro arte actual, sin pretender parecernos a nadie más. Saludos!!
Me alegra que te gustara. Un abrazo.