El turno de la Bestia (III)


Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal 2Creo que aún no se habla lo suficiente sobre el impacto que la interacción digital está teniendo sobre nuestra mente. Sí, yo sé que han salido uno y miles de artículos sobre la cantidad de tiempo que pasamos en redes sociales, concatenados en ese ridículo documental de Netflix que muy irónicamente comenta en el minado algorítmico de información personal mientras afina su propio algoritmo para generar la nueva temporada de Bridgerton. De vez en cuando surge el artículo incendiario en TIME o en el New York Times, pero no suelen pasar de piezas de opinión. Incluso medios un poco mejor documentados como Psychology Today o IEEE no acaparan suficiente tracción más allá de la media docena de boomers que luego comparten sus resultados de la prueba «¿Qué personaje de La Casa de Papel eres?»

Personalmente le guardo absoluto desdén a la ignorancia deliberada. No espero que la gente tenga un conocimiento matusalénico sobre cada detalle de su intrascendente existencia, pero espero que por lo menos entienda cómo funciona el mundo donde regularmente trabaja, pasa el tráfico y compra sus combos de hamburguesa. Por eso no deja de desconcertarme que, teniendo a la mano un dispositivo con acceso a todo el conocimiento del mundo a través de un simple tecleo —con fuentes académicas, intelectuales o meramente referenciales—, prefiera lanzar sus dudas más complejas o anodinas a una bola de desconocidos.

Quisiera culpar a las instituciones educativas. Quizá no estamos reforzando adecuadamente las destrezas investigativas porque ya no tiene mucho sentido aprender el sistema decimal de Dewey ni los segmentos de un artículo científico. Solíamos investigar en una lógica deductiva: partiendo de la temática general hasta recabar los datos específicos. Pero el adviento de los buscadores nos lleva a una lógica inversa que no me atrevo a llamar inductiva, sino interrogativa. Sistemas como Yahoo Answers provocaron que Google evolucionara su mecanismo para ofrecer respuestas directas en lugar de fuentes de información. Ya no buscamos «síntomas del alcoholismo», sino «¿Con cuántas cervezas al día me vuelvo alcohólico?»

Pero volvamos a las redes sociales. ¿Qué sentido tiene lanzar preguntas delicadas o complejas a una turba desinformada, maliciosa o meramente estúpida? Según un artículo de Michael M. Chouinard, los niños en edad preescolar atraviesan una etapa fundamental en su desarrollo cuando comienzan a hacer numerosas preguntas. Se dice que esta capacidad para cuestionar y analizar poco a poco forma su personalidad y expande su capacidad de aprendizaje.

Irónicamente, ese mismo gesto que replicamos los adultos en redes sociales señala el exacto opuesto. He recibido preguntas de desconocidos sobre cuál es el empleo correcto de reglas ortográficas, cómo son los procesos de aplicación para una beca o cómo interpretar un cargo bancario. Cuando le respondí a estas personas que mejor consultaran en Google o en la institución pertinente, recibí una selección de insultos muy poco originales. Supongo que el beneficio de preguntar y resolver en redes sociales se trata más de esa ilusión de conexión interpersonal que de informarse funcionalmente, y eso solo puede llamarse patético.

Estamos tan encantados con la idea de ser escuchados y atendidos como lo éramos en las manos de madres y niñeras, en aquellos días cuando podíamos sentirnos el centro solipsista del universo. Y es solo lógico (y sumamente rentable) que los temidos algoritmos exploten esa necesidad. Después de todo, ellos nos están educando ahora, desde las fundamentales de ciencia y razonamiento, hasta la clase de personalidad que nos garantiza el éxito social.

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