Por propósitos meramente bibliográficos, en estos días me encuentro revisitando Macondo en la novela del enigmático Gabriel García Márquez. Tengo la misma copia desgastada que recibí en el colegio hace ocho años y no he querido reemplazarla por razones que podrían llamarse sentimentales.
Alrededor de la novela existe tanta algarabía y tanta admiración que inevitablemente ha degenerado en desprecio y parodia. Sin embargo no deja de asombrarme cómo la fama de Gabo ha permanecido tan arraigada en la cultura popular. Habitualmente las personas que no se confiesan amantes de la literatura recuerdan haber leído al menos uno de sus libros en el bachillerato. Quizás sea porque somos hispanoamericanos, y me inclino a pensar que cuando los colegios insisten en castigar a los adolescentes con lecturas mal enfocadas y mal traducidas de los antiguos clásicos (la Ilíada, Edipo Rey o la Divina Comedia), Gabo y su Macondo revelan un texto más cercano al hogar. Hay quienes lo odiaron, hay quienes lo hallaron interesante, hay quienes leyeron su resumen en Internet, hay quienes nos enamoramos irrevocablemente de él. Pero tal como nadie se olvida de otro poeta que no sea Neruda, ni de otro dramaturgo que no sea Shakespeare, ni del PEMDAS o la regla de tres, Gabriel García Márquez permanece en nuestras doctrinas escolares como el Alfa y Omega de la literatura latinoamericana.
Hace aproximadamente un mes llegó a mi teléfono celular un mensaje en cadena cuyo inicio reproduzco textualmente, con todo y aberraciones de puntuación: “Gabriel García Márquez se retira de la vida pública: (cáncer linfático). Ha enviado una carta de despedida a sus amigos, y gracias a Internet está siendo difundida. Es verdaderamente conmovedor; está escrito por él, uno de los latinoamericanos más brillantes de los últimos tiempos”. No tuve el corazón para decirles a las dos personas que me lo enviaron que García Márquez en realidad murió en 2014, en la fecha que por varias razones aún considero el peor Viernes Santo de mi vida.
El mensaje que sucede es en realidad el poema titulado La marioneta, del ventrílocuo mexicano Johnny Welch. Aparentemente el texto ha circulado desde hace más de diez años pregonando el fin de Gabo, instando a las personas al carpe diem como nos lo venden las compañías de seguros y las marcas de gaseosas. Indiscutiblemente, el estilo no es el de un premio Nobel de literatura: cargado de clichés sobre enamorarse, reír, soñar y subir montañas, aderezado con solemnes alusiones cristianas y la dosis adecuada de melosidad para que sonriamos, abracemos y besuqueemos a diestra y siniestra. Me cuesta comprender por qué es tan popular este sentimentalismo, por qué tiene la gente tanto apetito de emociones y sabidurías genéricas. Si alguien en algún momento se dio a la tarea de transcribir más de cuarenta versos de la Marioneta, ¿por qué nadie se emociona de la misma forma con un aforismo en doce palabras de Humberto Ak’abal? ¿Por qué es tan fácil que se reenvíe una estúpida cadena de cursilerías y tan difícil que se impriman más poemarios desbaratadores?
De vuelta al tema del poema-cadena de Internet, me sorprende cómo persiste la necesidad de asociarlo a una figura mítica del canon literario quien invocaría la nostalgia del coronel Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento y difícilmente haría pública una verborrea de cursilerías aún más vergonzosa que sus putas tristes (o eso me gustaría pensar). En la era de las ideas y emociones pequeñas, de los noticieros saturados con futbol y farándula, es casi definitivo que el valor de las palabras viene de la capacidad para impactar.
Descaradamente voy a admitirlo: esta cuestión me recordó aquella última infame colaboración musical entre los dioses de los tabloides Kanye West y Jay Z, Niggas in Paris (2011), descrita por uno de sus autores como una manifestación del punto en que el arte se une al comercio, “un punto dulce entre el barrio y Hollywood”. La canción se interrumpe con un extracto de la película Blades of Glory (2007): No one knows what it means, but it’s provocative. It gets the people going. Sí, a veces tengo la impresión (o quizás el miedo, o quizás la mala suerte, o quizás la mala maña) de descubrir verdades dolorosas en el 4:40; pero no dejo de pensar que quizás esa sea la nueva ruta de la poética posmoderna: el escándalo, el ruido necio, las luces estroboscópicas, las alegrías baratas y los emoticonos. Existe una razón por la cual el cantautor de The Life of Pablo supera un promedio de seis veces la recurrencia de búsquedas en Google del autor de Crónica de una muerte anunciada (basta una consulta en la herramienta de Trends para corroborarlo).
Recientemente, West acaparó a la atención pública con el video musical Famous, tema con que celebra su razón de ser con una irreverente (tanto que podría llamarse brillante) representación de las secuelas de una absurda orgía entre la comidilla de la farándula. Los (dobles) desnudos de Donald Trump, Taylor Swift, George W. Bush, Bill Cosby, Kaitlin Jenner, West y su inconfundible esposa trofeo se esparcen en gesto postcoital sobre la cama que evoca una conocida pintura de Vincent Dessiderio. La canción, con su letra cacofónica salpicada con alardes genitales y capitalistas, agrega las muestras de sonido de Sister Nancy y Nina Simone a los vocales femeninos de cierta barbadense y las segundas voces de un rapero menor. Surge así una mampostería de ofensas lista para arrasar las tendencias de redes sociales, la incipiente campaña republicana y los titulares de las revistas del corazón. Sin un segundo de retraso, los medios más importantes están buscando las reacciones de los afectados, convocando a la épica de esta quincena, alimentando la discusión que estará en las bocas los teléfonos de todos.
La fama, aun la que arrastra el colombiano que soñó Macondo o el mexicano titiritero o el glamuroso Yeezus, es quizás la última y única garantía para comunicarse con el mundo, donde no termino de saber si el poeta es una especie en extinción o acaso fue siempre una bestia mitológica.
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Un opinión snob. Digo, yo puedo disfrutar de T.S. Eliot o de algún cuarteto de Mendelssohn y aún así reconocer la calidad de un disco como My beautiful dark twisted fantasy.
Dejando de lado la crítica a la sobreproducción mediática, creo que todos esos adjetivos y demás palabras esdrújulas son gratuitas.