Una de las partes que más detesto de las entrevistas de trabajo es el examen de personalidad donde una debe seleccionar la característica que mejor o peor la describe. He optado por resolverlas al azar porque no entiendo si es mejor ser honorable que respetuosa, pero quizá la virtud que más me confunde es la de patriota.
Es hora de ganarme las pedradas del Twitter: jamás seré una mujer patriótica. Lo encuentro pueril e innecesario. Muchas gracias, y dejen sus insultos en la sección de comentarios.
Mi primer recuerdo sobre el patriotismo consiste en un acto cívico del kínder donde yo interpreté a Dama del Pueblo Número 5. Mi madre me maquilló, me prestó unas enormes argollas y me hizo un elegante moño en el pelo para complementar mi vestido verde y turquesa. Con mis compañeros interpreté la firma de la independencia de Guatemala como una suerte de mañana deportiva que culminó con bailes y canciones entre los próceres y las damitas.
Desde entonces, todos los septiembres (y el ocasional febrero) volví a presentar un trabajo sobre el origen de la marimba, el significado de la monja blanca o la composición del himno nacional de Guatemala (la versión moderna, pues la original no es exactamente para todo público).
Fui abanderada en todos mis años de estudiante y en decenas de ocasiones fui seleccionada para entonar el (presunto) «Segundo himno más hermoso del mundo” después de la Marsellesa (realmente necesito una referencia sobre este certamen porque me parece lo más absurdo en la historiografía musical y lírica).
Pero mientras adornaba mi clase con quetzales y banderas pensaba en todo lo que las maestras no nos explicaban. ¿Por qué «firmamos la paz» en 1996? ¿Qué es un guerrillero? ¿Qué forma tiene un Triángulo Ixil y por qué no lo estudiamos en Geometría? No entendía por qué el país que dibujábamos en las maquetas con figuritas de plastilina, aserrín de colores y brillantina se asociaba con temas como fusilamientos, golpes de Estado o genocidios.
Fue hasta que tomé un par de lecciones de historia en la universidad que comencé a entender lo complicada y sensible que es la historia en mi país desde la ascendencia de la civilización maya, pasando por el colonialismo y las dictaduras contemporáneas. Y mientras más leía, más hallaba más sentido en la realidad y menos sustancia en los cuentos de hadas que mis profesoras difundieron. Me acompaña una sensación muy parecida al asco desde que cerré el primer curso de Historia Contemporánea.
Por eso me inquietan aquellos perfiles de personas que se describen como «100% chapines» o «Guatemalteco de corazón». Ostentan la imagen de la bandera en pésima resolución y están listos para gritarle el mismo consejo a cualquier persona que osa cuestionar las actitudes retrógradas del gobierno y la cultura: «Si tan mal te cae Guate, ¿por qué entonces no te vas a otro país?» Acaso como sucede con tantos devotos cristianos, se les olvida que la solidaridad (y la caridad) son virtudes que supuestamente representan sus íconos y banderas.
Lamento que esto ofenda a tantas personas, pero lo cierto es que me daría una enorme vergüenza llamarme «patriota» en un país donde la mitad de los niños padecen desnutrición y el 98% de asesinatos quedan impunes. Me da asco el país donde las influencers hacen parodias indígenas, el genocidio es un tema de debate y las personas se inflan el pecho para presumir el Premio Nobel de Literatura de 1967 pero no abren un libro para salvar su vida.
Básicamente me rehúso a participar de un patriotismo de confeti, disfraces y pirotecnia. Ya sé: suficiente para entender la frase del prócer que afirmó: “El árbol de la libertad debe refrescarse constantemente con la sangre de tiranos y patriotas”. ¿Saben cuál es la mejor parte? Ese prócer ni siquiera pisó la tierra del quetzal.
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