Como las joyas o la lencería, los libros son regalos extremadamente íntimos, especialmente si consideramos cuan versátil es el papel para almacenar secretos: un día abres tu copia de Emma y encuentras un boleto para una película de superhéroes; otro día abres tu Sauce ciego, mujer dormida y te sorprende una nota de despecho (ilustrada, por alguna razón) que no se suponía que leyeras; y luego otro día abres el décimo capítulo de La República y redescubres una foto incómodamente posada que en algún momento consideraste agrandar para una fiesta de compromiso que nunca fue. Es la aleación de dos ficciones: una en el texto y otra en torno a tu recuerdo del mismo. Por eso las relecturas son lo más cercano que tenemos a una máquina del tiempo.
Desde que la descubrí en 2009 he vuelto a leer El dios de las pequeñas cosas cada año, al menos una vez, y mi copia está saturada de recibos, notas y volantería de años anteriores. Durante una década ha cambiado mi descripción de la trama. Cuando era más joven aseguraba que era una versión india de Matar a un ruiseñor. Más adelante decía que era una novela activista, feminista y liberal. Si me lo preguntan ahora, diré que es la deconstrucción del choque cultural Oriente-Occidente. Pero esas descripciones me hacen ver como la persona que seguramente te aburre en las fiestas. La verdad es que releo esta novela porque es un refugio emocional.
Escrita por Arundhati Roy en 2001, El dios de las pequeñas cosas narra las andanzas de una familia disfuncional en India. Mediante varios saltos en el tiempo se revela cómo los eventos de la infancia (de)forman la experiencia adulta de los gemelos Estha y Rahel, acarreándolos en una serie de realizaciones devastadoras. La autora replica de manera siniestra el lenguaje de los niños con prosopopeyas, glosolalias y juegos que tratan de dar sentido a un mundo que generalmente no lo tiene. Si bien la poeta americana Edna St. Vincent Millay dijo que la infancia era el reino donde nadie muere, en la novela de Roy la infancia se parece más a una tierra de nadie.
Cada vez que releo me sorprendo hurgando los recuerdos más recónditos de mi niñez, preguntándome si realmente he aprendido a vivir con esas cicatrices. Cargo mucha confusión y dolor que aún no sé soltar, pero volver a un mismo texto cada año me conforta lo suficiente para entender que al menos mi interpretación de cada episodio puede transformarse. Hay un enorme consuelo en la certeza de envejecer porque sé que algún día volveré sobre la misma página y mis ansiedades serán drásticamente distintas. La identidad adulta no es más que una mampostería de secretos, miedos y deseos que otros han cultivado en nosotros, envenenándonos o alimentándonos indistintamente. Volveré a querer y a perder. Vendrá otro año y volveré a hallar en mi novela los boletos de museo, la servilleta garabateada con un número, la marca en un pasaje que ansiaba comentar con alguien que jamás lo leerá.
Los libros dejan algo en nosotros, pero más comúnmente dejamos algo nuestro en ellos. Es tan humano rehusarse a olvidar: esa debe ser la razón por la que existe el papel.
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¡Maravilloso! Dulces y dolorosos recuerdos.