Le propuse a alguien que escribiera sobre Jorge Volpi o el Premio Alfaguara en general, pero su respuesta fue que lo hiciera yo mismo. Del más reciente ganador del Premio no he leído más que sus artículos publicados en el blog El Boomeran(g) y en el diario El País, medios que, si no estoy mal, aún pertenecen al Grupo Prisa, conglomerado editorial dueño de Alfaguara antes de ser comprada por Random House. Volpi es un columnista versátil, capaz de opinar con autoridad sobre el referéndum por la independencia de Cataluña, una ópera austríaca del siglo XIX, las manifestaciones del 68 en la ciudad de México o la última novela de un contemporáneo suyo. Sus interés intelectual no se enfrasca en su propio contexto y trasciende en tiempo y espacio.
En este interés difiere de su compatriota Juan Villoro, quien tiene una columna en el periódico Reforma. Varias personas me han vendido a Villoro como un magnífico ensayista (ahora mismo me acabo de recordar que un amigo me regaló las fotocopias de unos ensayos suyos que no he leído), pero rara vez he leído de Villoro en Reforma algo que no tenga que ver con la política mexicana o con México en general. En ese sentido es menos universal que Volpi, mas no por ello sus artículos dejan de ser interesantes dependiendo de quién los lea. Supongo que si quiero leer algo de otra naturaleza para eso están sus libros de ensayo como el que está fotocopiado aquí en mi escritorio.
Del Premio Alfaguara solo puedo opinar sobre las novelas que he leído: las mejores, las regulares, las malas y, acaso, la peor de todas. Margarita está linda la mar fue la primera que leí y con la cual conocí a Sergio Ramírez. Me parece audaz la forma en que relaciona ―casi a la fuerza pero con herramientas de un buen artesano― las historias de Rubén Darío y Anastasio Somoza García a través de Henri «El Sabio» Debayle, médico, amigo íntimo del poeta y quien llegaría a ser suegro del dictador. Aunque se trata de un personaje real, no sé cuánta relación haya tenido con uno y otro, pero una de las escenas más míticas de la literatura centroamericana, a mi parecer, sucede en la catedral de León de Nicaragua mientras un compungido doctor entierra a su amigo del alma, al poeta universal, aquel «Príncipe de los Cisnes» que escribía versos en los abanicos de sus hijas; y en medio de toda la nube de polvo y de cal que provocaban las herramientas que preparaban el agujero adonde seria depositado el cuerpo ya descerebrado del poeta y que hacía toser a todos, un joven cadete que no entiende de poesía, ni de poetas, ni de cisnes, ni nada de eso, que no sabe ni le interesa a quién diablos están enterrando allí en plena catedral, le ruega al doctor Debayle la mano de su hija, la Salvadorita, musa infantil de un poema menor de Darío, hermana de la Margarita de uno de sus poemas más famosos y, quién lo iba a pensar, futura madre de una de las dinastías de dictadores más perdurables de América Latina. Y ni hablar de los acontecimientos en torno al cerebro del poeta muerto y que llegaría a andar de mano en mano por todas las calles de León, pero mejor dejo de spoilear y como punto en contra puedo decir que la variedad de recursos técnicos y narrativos que Ramírez empleó para escribir esta novela fueron innecesarios ―indignos de una excelente historia― y hacen que su lectura se vuelva entre veces un poco tediosa.
Junto con Margarita está linda la mar, la otra mejor novela premiada por Alfaguara es Delirio, de Laura Restrepo. Este título tan simple y nada sugerente queda corto para la magnitud de situaciones que se bifurcan en su trama: Aguilar, un licenciado en Literatura que vende concentrado para perros; Agustina, su demente e inmerecida mujer ―inmerecida tanto para él como para ella―; el Midas McAllister, dueño de un gimnasio de aeróbicos y acaso uno de los tipos más malditos que se podrán encontrar en toda la literatura universal ―y uno de los mejores monologadores desde Iván Karamazov―; y por último, la Bogotá moderna a más de 2,500 metros de altura y que a lo lejos recuerdo templada en pleno verano, la misma ciudad que mis ojos solo vieron a través de la ventana de un taxi que me condujo del aeropuerto El Dorado a un hotel del Centro ―y viceversa tres días después―; una ciudad cuyas aceras jamás besaron la suela de mis Converse. Esa es la Bogotá donde Aguilar anda por todos lados en su moto de cobrador ambulante. Y por supuesto, como telón de fondo y apenas perceptible, está el narcotráfico (sino qué más).
Chiquita, de Antonio Orlando Rodríguez, cuenta las aventuras pasionales y amorosas de una liliputiense cubana de la época de José Martí, de la Independencia, de las ferias de atracciones universales en Nueva York y París, de los espectáculos de circo con hombres lobo, sirenas disecadas, mujeres con pie de elefante y otras excentricidades como ella, una mujer que nunca llegó a sobrepasar el metro de estatura. Todo el contexto en el que se desarrolla Chiquita desde su nacimiento en Cuba hasta sus giras por Estados Unidos y Europa enmarca a una de las épocas más memorables para la humanidad: finales del siglo XIX y principios del XX. Antonio Orlando Rodríguez se encarga de retratarla a la perfección aunque siempre me he preguntado si en realidad necesitaba más de 500 páginas en formato grande para lograrlo, y esto me da la impresión de que, a pesar de ser una historia interesante, algunos pasajes de la novela se leen cuesta arriba.
Para terminar vamos con las malas. El viajero del siglo, de Andrés Neuman, es una novela pretenciosa desde su título y a esto se le añade una historia aburrida además de predecible, su personaje principal, de apellido alemán e impronunciable, me parece la versión fallida de un Hans Castorp de La montaña mágica que anda en busca de una Comala pequeñoburguesa europea.
Pero la peor de todas las leídas hasta ahora es El ruido de las cosas al caer, de Juan Gabriel Vásquez. Tiene un magnífico título para tan poca cosa, es la típica y trillada historia del literato-humanista frustrado que por casualidad se convierte en investigador; por si fuera poco, su trama incluye narcotráfico, un avionazo, la caja negra de un avión que encierra un misterio, un piloto de buena reputación pero con actividades sospechosas, la hija de ese piloto con sentimientos encontrados hacia su padre… En fin, el escenario de una narco-telenovela de lo más burda.
Habrá que leer ahora la novela de Volpi a ver qué tal.
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Muy bueno comentario