Pero el colocho de anteojos que ahora estaba frente a mí en aquella oficina del semanario Primera Plana no era Horacio Castellanos Moya, según me lo daba a entender la naturalidad de su actuar, sino un asistente, un redactor con privilegios de oficina propia, o quién sabe. Y ante su pregunta ―«¿Para qué buscás a Horacio?»― pensé dos veces antes de responder, pues de eso dependía que me recibiera el connotado escritor salvadoreño.
Tras dudar unos segundos le disparé los primeros dos capítulos del Ulises de Joyce, y cuando mi diarrea bucal finalizó, le expliqué que quería conversar con don Horacio ―enfaticé con humildad guatemalteca― acerca de sus cuentos y que traía conmigo un obsequio para él: mi primer libro de cuentos. El tipo chupó con fuerza su puro y prendió los ojos en el cielo como despidiéndose del humo. «Mostrame el libro, pue’», me dijo sonriendo, pero sin mirarme. Lo saqué de mi mochila y se lo entregué, ya con dedicatoria, y me tembló la mano al entregárselo. Hojeó un par de páginas y lo dejó a un lado a la vez que me lanzó varias preguntas que ya olvidé. «¿Querés un trago?», me dijo ―de eso sí me acuerdo―, y sin esperar a que le respondiera me acercó la botella de whisky y un vaso cuadrado de vidrio. Se me hizo agua la boca cuando tuve en mis manos a Juanito caminante y me serví generosamente, acaso por los nervios, acaso por el calor salvadoreño. «¿Y has publicado algo más además de este librito?», me preguntó mientras le echaba un vistazo a la portada.
De repente me parecieron muchas preguntas y el whisky mermó. El colocho se miraba buena gente, pero, pues, ya me quería ir a comer pupusas y cusuco y a tomar un par de Regias. Sonó el teléfono y el tipo dejó el puro en un cenicero, el humo salió como si fuera mensaje de un siux para otro. Charló un rato con una voz chillona del otro lado del auricular. De vez en cuando me miraba y trataba de agarrar el puro pero desistía al instante. Cuando colgó, tomó un largo trago y me dijo que me llegara al café La luna más o menos a las 8 de la noche y que allí me chocaría con Horacio Castellanos Moya.
«¿Querés otro trago?», me preguntó por último, y si por mi fuera me hubiera llevado la botella. Saqué de mi mochila mis dos libros de Horacio Castellanos Moya y dándoselos le pedí que me hiciera el favor de entregárselos para que me los firmara.
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Por la tarde fui a Metrocentro, eché un colazo por el Centro de San Salvador y luego me fui a comer las tan ansiadas pupusas y el cusuco. Luego fui al hotel a tomar unas Regias que había comprado y a hacer tiempo para llegar a La luna a las 8 de la noche. Me puse a leer poemas de Roque Dalton, mi poeta de cabecera, y me maté de la risa por sus ocurrencias y por la bronca que se tenía con Asturias: «cada país tiene el premio Nobel que se merece», escribió el muy cerote.
El punto de encuentro me quedaba bastante cerca del hotel y podía llegar caminando. Ya me habían contado que era un lugar muy tuanis y muy de vanguardia. Era administrado por Beatriz Alcaine ―un personaje referente de la cultura salvadoreña― y allí se llevaban a cabo presentaciones de libros, conciertos y todo tipo de actividades culturales. También me habían contado que el lugar había sido demandado por vecinos conservadores, así que de una vez aprovecharía para patentizar mi apoyo.
Salí del hotel parsimoniosamente. Faltaban quince para las 8. Llegué al lugar, el cual me alucinó por toda su estética y por el Maximón que lo bendecía a uno en la entrada. Cuando ingresé en una gran pantalla se reproducía un concierto de Peter Gabriel. Me senté y pedí un whisky, y cuando iba a tomar el tercero, sentí una palmada en la espalda. Era el colocho de anteojos que me recibió en el semanario. «Aquí están tus libros firmados, vos. Por cierto, me gustaron tus cuentos. Cortos, sobrios. Salú’ pue’». Pensé que él era un personaje más de Horacio Castellanos Moya y de su boca escuché opiniones sobre cada uno de mis cuentos; sí: uno por uno. Nunca ningún escritor, y ni siquiera un amigo, había leído mi libro el mismo día y me lo detallaba con opiniones. Solo por eso ―más las Regias, por supuesto― había valido la pena mi viaje a San Salvador; además de mi alegría de compartir con Horacio, pues no tardé mucho darme cuenta que el colocho de anteojos que me recibió en el Primera Plana y que ahora tenía enfrente en el café La luna era él. Nos tomamos un par de botellas y vimos completo el concierto de Peter Gabriel. Me presentó a Beatriz. La noche se transformó en…
Mi segundo libro de cuentos, Manual para desaparecer, fue publicado en El Salvador gracias a la intervención de Castellanos Moya. Salió a luz en 1997 por la Editorial Arcoíris.
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¿Quién es Francisco Alejandro Méndez?