Todos los conceptos de literatura, teatro y música que he estudiado están firmemente enraizados en el siglo XX y nunca más allá de su octava década. Y ningún modo de arte es más complicado de justificar contemporáneamente que la divina, compleja y deliciosamente inútil poesía. Todas las conversaciones que tengo sobre el tema acaban en la mención de personas muertas y no puedo evitar sentir una pequeña frustración por eso. ¿A cuenta de qué estoy viviendo en la década donde la poesía se murió? Peor aún, ¿por qué estoy publicando mi primer libro en un género sepultado desde la década de 1980?
Un escritor me dijo que las humanidades son una labor del fracaso porque ya a nadie le importan. Quise demostrarle lo contrario, pero mis argumentos probablemente fueron muy poca cosa para un derrotismo tan apasionado. Mi punto es el siguiente: vivimos en un mundo totalmente diferente al que recorrieron sus ídolos ignorados y es imposible que restauremos esa condición existencial, ese zeitgeist. Así que podríamos empezar a escuchar cómo funciona la sensibilidad de esta era y, por favor, que no sea tan agresivamente masculina, blanca, heterosexual, post-cristiana y privilegiada (muchas gracias).
En un ardid investigativo terminé una tarde en la conferencia de prensa de un concierto de reggaetón. Pensé que nadie es mejor para discutir sobre el fino arte de la poesía que una de esas personas que constantemente acusamos de arruinarlo. Así que me preparé para entrevistar al artista principal, pero por contrariedades del destino terminé hablando con su acto de apertura: un rockero. Gazel, un cantautor costarricense que está a punto de debutar su primer disco solista, me concedió una pequeña entrevista en privado antes de su demostración. Hablamos de Bon Jovi y los Beatles, de la injustificada glorificación que este género le ha dado al alcohol, la promiscuidad y las drogas. Pero lo que más me intrigaba era preguntarle qué diablos hacía abriendo el concierto de un reggaetonero. Después de todo, pocos grupos son tan presuntuosos y excluyentes como los fanáticos del rock (excepto, acaso, los profesionales de la literatura).
Gazel sonrió y me dijo que su verdadera pasión era la unidad que podía crear con su música, cómo se sentía tan completo cuando escuchaba a una sala entera coreando con él. En cierta forma, todas esas personas pueden compartir unos minutos de las experiencias detrás de sus letras. Entonces le pregunté si no era un poco vergonzoso dedicarse a eso: fabricar emociones plásticas para arrancar dinero. «¿Qué tiene de malo ganar dinero? Quiero vivir haciendo lo que emociona a las personas y llevando mis historias con un mensaje de paz». Ese, pensé, es un excelente punto y un perfecto argumento para la diversidad y apertura que deberíamos tener en las artes.
Cuando nos enfocamos en la experiencia de nuestro espectador respetamos su identidad en lo profundo, íntimo, vulgar y banal. Quizá no resulta tan descabellado unir a un artista del dembow con un heredero de Collective Soul. Y que aviente la primera piedra la persona que jamás lo haya pasado bien bailando en una fiesta.
Quizá la razón por la que escuchamos a menos poetas en estos días tiene más que ver con nuestro espectador que con nuestra técnica. Estamos tratando de compartir una experiencia íntima con la fanfarronería que permite un título, dos sustantivos inusuales y catorce líneas de texto, olvidando que la primera intención de la poesía es el goce de una palabra y una emoción compartidas. Uno de mis profesores alguna vez lo comparó con una cópula o un coqueteo. Creo que esa cualidad podría llevarnos a otro tipo de producción poética. No necesariamente mejor, pero acaso más sincera.
Eventualmente tomé asiento y observé a Gazel interpretar sus letras y melodías con sorprendente habilidad (de cara a una abismal calidad de sonido). Con una brillante sonrisa explicaba el origen de cada letra y las inspiraciones en ella, orgulloso por lo que ha creado. Pensé que quisiera ser esa clase de poeta, la clase que no está obsesionada con la pureza y ocultismo en su texto sino con el estremecimiento y excitación que otros pueden sentir en su trabajo.
Por eso no pude evitar una pequeña carcajada cuando uno de los espectadores pidió un cover. Gazel, sin dejar de sonreír, dijo: «No sé tocar un solo cover. Todo lo que te ofrezco es solo mío». Procedió a enseñarle a la audiencia cómo corear una de sus baladas. La conferencia y la demostración terminaron. Recibí un boleto para asistir al concierto del día siguiente, pero decidí quedarme en casa y empeñarme para crear unas cuantas líneas de algo solo mío.
†