Una juventud vulnerada y violentada: «¡Mátenlos a todos!»


Sergio Castañeda_ Perfil Casi literalNo había cumplido los quince años y debido a malas calificaciones y problemas con la autoridad me transfería a otro establecimiento educativo con características muy distintas al que dejaba. Ya en el nuevo liceo fue evidente que la realidad socioeconómica de la mayoría de estudiantes era verdaderamente jodida. Aquel año resultó ser de un valioso y poco ortodoxo aprendizaje. Las dinámicas dentro de la instalación eran variadas; hubo compañeros que llevaron más de una vez una pistola con la que disparamos al aire. Otros refaccionaban con la comida que les pedían a los demás estudiantes. También estaba, por supuesto, el grupo de cristianos evangélicos. La mota y el guaro rolaban a escondidas y el profesor de matemáticas, quien conseguía variedad de celulares y beepers a bajos precios, organizaba torneos de peleítas en los cuales la única regla era no golpear en la cara para evitar que la directora no descubriese aquella actividad clandestina.

Era una realidad muy distinta a la de los colegios de capas medias capitalinas. Claro, poco a poco llegué a dominar la jerga y los nuevos códigos. En la tarde me juntaba con mis amigos del barrio a presumirles algunos moretones en mi abdomen. Lo que para mí era una experiencia matutina cuya bipolaridad transitaba entre la precaución y el hecho de abrirme a otra realidad, para la mayoría de mis nuevos compañeros resultaba ser el pan de cada día.

Existe una distancia social infranqueable en la segregación que representa la sociedad de clases: diferentes lenguajes, diversos códigos, distintos escenarios. Pero tales diferencias no son producto de la diversidad inherente al ser humano, sino que son efecto de problemáticas históricas, políticas, económicas y sociales que niegan la posibilidad de relaciones humanas de manera horizontal. Esto imposibilita construir una sociedad donde los individuos, desde sus peculiaridades, tengan igualdad de oportunidades para ir construyendo ese proyecto de vida digna elegido tras contar con las necesidades básicas y los derechos inalienables.

«Juventud, divino tesoro» dijo Darío. ¿Cuánta juventud guatemalteca desquebrajada hemos visto únicamente en lo que va del año? Somos hijos de una guerra interna en la que el Estado y el Ejército asesinaron a 200,000 personas y desaparecieron a 45,000; hecho que repercute hasta la fecha en un desgarramiento del tejido social. Víctimas de un quiebre de diálogo intergeneracional rotundo, presenciamos hoy a una juventud segregada, excluida y vulnerada que no cuenta con políticas públicas que aboguen por las soluciones estructurales para sus profundas problemáticas.

Contaba esa anécdota al inicio de este artículo para referirme a ese distanciamiento social que nos hace ver al otro como un peligro porque, efectivamente, nos hemos convertido en un peligro mutuo. Ante la miseria y el hambre, sin soluciones educativas, con violencia intrafamiliar, carencia al acceso a centros de salud, falta de vivienda… ¿Qué oportunidades van quedando para esas nuevas generaciones? ¿Seremos capaces, los que hemos contado con algunos privilegios, de ver estas problemáticas a fondo desmarcándonos —aunque sea por un momento— de nuestra condición aventajada? ¿Lograremos cuestionarnos lo que nos han dicho en el hogar, la escuela y la iglesia, y dejaremos de creer que las lógicas del mercado son parte del sentido común? El hecho de que en un mismo país cientos de niños de clases económicamente paupérrimas se conviertan en pandilleros y que, paralelamente, cientos de niños de clase media realicen transas de «traketos» o acepten alguna plaza fantasma, o un niño rico rompa la ley y lo solucione con una mordidita al juez… Todo esto forma parte de la misma violencia y corrupción estructural que nos absorbe, así que dejémonos de dobles moralinas.

¿Cuántos niños y jóvenes atraviesan por problemáticas sociales complejísimas? Niños menores de nueve años con trabajo y sin escuela, adolescentes violadas y quemadas, un muchacho muerto por insolación dentro de un furgón tras haber abandonado su país por culpa de la miseria y la falta de oportunidades laborales, correccionales repletos de jóvenes sin oportunidades orillados al delito (cuya solución no es «matarlos a todos», como repiten aquellos genios que no comprenden que mientras no se toquen las causas de raíz el hundimiento de este país es inevitable. Estos y otros casos están inmersos en la misma explotación de la riqueza social, el mismo régimen de producción, el mismo pasado y el mismo desorden constitucional. Hablamos de situaciones terribles que son consecuencia de un sistema económico, político e histórico basado en la exclusión, la explotación y los saqueos desde hace siglos para conservar el privilegio de un grupo sobre la dignidad de la mayoría.

Ahora bien, ¿cuántas juventudes, autorizadas por su posición económica, salieron a manifestarse a la calle en el año 2015? ¿Hasta cuándo se dignaron a reclamar derechos? Hasta que el desfalco y la corrupción de la politiquería alcanzaron niveles mediáticos. Pero ¿no fue de alguna forma responder a las lógicas del capital? Indignarse por dinero robado y no por vidas en juego desde hace mucho tiempo debe abrirnos profundas y honestas reflexiones. Por ello es necesario pasar de la indignación a la radicalidad y entender lo transversal de la conciencia de clase en paralelo con la étnica, la de género y la ecológica, aceptando primero nuestros privilegios. Lo que corresponde simultáneamente es encauzar las luchas desde una red de articulación que tenga una agenda en común y conforme a un sujeto político plural que, además de la crítica y la denuncia, presente también sus propuestas y fórmulas positivas. Comprender que el enemigo de esos problemas históricos tiene una misma raíz será algo que las próximas generaciones —si sobreviven— lo agradecerán.

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