El asombroso engranaje del olvido


Sufro del síndrome de amontonamiento libresco, una enfermedad añeja y común que no se cura fácilmente. En un rincón de mi biblioteca hay una pila de fracasos, olvidos deliberados y omisiones voluntarias. El polvo y la humedad también son opiniones respetables.

Los libros que amo, no obstante, nunca han vivido en los anaqueles; gravitan cerca de mí como una comitiva sagrada. Sé, por ejemplo, que en la página 129 de la Antología general de Elytis encontraré el mejor poema que he leído; que La flecha del dios empieza en la página 399 de mi ejemplar de la Trilogía africana y que Sancho toma el gobierno de la ínsula Barataria en la página 887 de la acertada edición de Francisco Rico.

Manías lectoras.

Mis relecturas son selectivas y específicas; una dosis de buena literatura siempre cae bien. Vuelvo a mis capítulos y párrafos preferidos, leo en voz alta mis poemas predilectos y devoro los relatos que marcaron el rumbo de mi escritura. En algún momento decidí no olvidarlos.

Soy un hombre falible, despistado y desagradecido, y sin querer he olvidado libros que no lo merecían. Nunca pensé en ello, pero recientemente me topé con otra felicidad inesperada: el placer del redescubrimiento.

El acto de redescubrir lecturas está ligado a la memoria sentimental; somos lo que leemos y también lo que hemos olvidado.

Reencontrarse con un libro olvidado y leer de nuevo es uno de esos placeres que solamente la lectura puede ofrecer. En estos tiempos de información acelerada no sufrimos de amnesia visual: es complicado olvidar imágenes. Nos bombardean con imágenes, los memes, las fotos, los videos… todo es imagen en movimiento y no se nos permite olvidar. Pero olvidar también es voluntario y necesario. Vivir aprisionado de recuerdos es una tortura china.

Como un divertimiento he decidido volver a esos libros que olvidé. He repasado mi biblioteca y he escogido las obras que sé que leí pero que no recuerdo; y ahora, cada vez que termino una lectura me pregunto cuánto tiempo tardará mi mente en borrarla, para así leerla de nuevo y disfrutarla como si fuera la primera vez.

La lectura no es una autopsia sino un encuentro verbal entre dos seres: un lector de carne y hueso, y un libro, arácnido y múltiple, como el océano.

Lo dijo Maugham: uno de los placeres de la lectura es el placer de reconocerse.

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