A Borges le debo la mística con la que practico mi lectura. Sus textos me regalaron misterios abarrotados de luces, y las pocas entrevistas que otorgó ayudaron a construir en mi mente un mundo trascendental de papel y tinta. «No te culpes si un libro no te gusta» es algo preciso que recuerdo de su evangelio. «No fuerces lo que no está y cierra lo que en ese momento no es para ti» o algo así susurraba el argentino de mirada blanca dirigida al cielo.
Justo antes de la pandemia de COVID-19, las diez primeras páginas de Desastres naturales del chileno Pablo Simonetti me martillaron los ojos por pesadas y pedantes. Como lo enseña San Borges, cerré el libro y lo enterré en mi librero convencido de que ciertos autores Alfaguara son más conexiones sociales que talento. Hace dos semanas lo desempolvé, guiado por intervención divina a que ese era el momento adecuado. Y sin defraudar, al final de la primera página estaba conmovido por la belleza de la tan ingeniosa prosa de Simonetti.
La visión reveladora de Borges implica, por fe y lógica, que hay libros que llegan a ti justo en el momento en que más los necesitas. Son libros que te capturan desde la primera palabra y no los sueltas hasta que te sueltan. Así me tocó Tocar a Diana, de la escritora costarricense Anacristina Rossi (otro Alfaguara). Lo empecé una noche de arrechura, en medio de la pandemia, mi esposo en Belfast yo en Panamá.
La novela Tocar a Diana va a lo que va y arranca sin lubricante. En sus primeras tres páginas las historias de Diana me pusieron tieso a punta de piernas abiertas, lenguas calientes y orejas pegadas a la puerta del cuarto de hotel de sus compañeros de trabajo en ronda por el interior. La siguiente noche de lectura me encontró arrodillado rezándole a un Sergio que —a pesar de su final estéticamente triste para un lector gay como yo— ha quedado grabado en mi mente con sus pestañas largas y sus «bonitos ojos» que «parecía siempre estar soñando».
Diana le cuenta a su psicoanalista cómo Sergio, casi de treinta, le hizo sentir un «ramalazo quemante» al rozarle los pechos cuando ella apenas tenía catorce. Su psicoanalista, tajante y paciente a la vez, no tiene tiempo para Sergio ni los muchos otros voraces amantes, pero entiende que todos esos cuentos no son más que el inconsciente de Diana gritándole que hay una «orden» de la cual ella es «esclava».
En la tercera noche de lectura, la arrechura aún sin consumar se chocó con mi ignorancia de hombre homosexual y misoginia latinoamericana. «¿A las mujeres también les gusta eso?», pensaba mientras los encuentros sexuales de Diana se revolvían de orina. En la cuarta y última noche comenzó mi montaña rusa de culpabilidad: Diana finalmente logra prender la luz, nos muestra el pañal de su pasado y los sentimientos eróticos que me inundaron las primeras noches de lectura se convirtieron en asco. ¿Cómo pude sentir tanto morbo por algo que es producto de una «cadena de víctimas y verdugos»?
Dejo de pensar que Tocar a Diana es un canto a la liberación sexual femenina y paso a sentir un halón incómodo que me recuerda que somos productos de los primeros veinticuatro meses de nuestra vida (y los nueve en el vientre materno, añadiría mi propio psicoanalista). En las últimas páginas, con unas descripciones desgarradoras que nunca quisiera volver a leer, caigo en un vacío liberador y oscuro donde entiendo de dónde vengo, aunque ese conocimiento nunca borrará las heridas vivas de un pasado que no recuerdo.
La novela termina como arranca: sin foreplay; y yo quedé extasiado con el poder espiritual de la literatura para ayudarnos a trascender las limitaciones de la carne.
[Foto de portada: Penguin Random House]
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