“Lo que me ha faltado es llevar una perfecta vida humana, y no solo la del conocimiento”.
Soren Kierkegaard
El domingo pasado, es decir, un domingo cualquiera, un amigo y yo nos encontramos en un comedor chino de la zona 1 a Julio Estuardo de León Lara (hombre mayor), a quien un compadre me había presentado meses atrás como “un intelectual sofisticado”. Tras pedirme favor de que le destapase su octavo (sin reconocerme, claro), le hice saber que ya nos habían presentado y que era un gusto encontrarlo en aquel lugar. Me preguntó mi nombre, al decirle mi apellido rápidamente intuyó mi ascendencia teculuteca, luego de confiirmársela me contó una historia muy particular que yo ya conocía, pues mi madre me la ha narrado en varias ocasiones. Sí, la de aquel tío abuelo que decidió volarse los sesos viéndose en un espejo para no fallar el tiro. Hablamos de filosofía, literatura, política y en general de la vida misma; entorno a una mesa donde posaban unos cuantos octavos, un plato con limón y sal, una gaseosa, un libro de Camus y otro de Jaspers que acompañaron aquel intenso diálogo.
Julito nos comentó que leía de dos a tres horas diarias en la Biblioteca Nacional, también nos invitó a un taller de filosofía que él mismo imparte, aclarando en varias ocasiones que lo realiza con el menor rigor académico posible. Mientras la conversación fluía pensaba en la simpleza de sus palabras y la profundidad de sus conceptos, cosa que me agradó y que percibí de muy buen gusto porque esto es difícil de encontrar; lo fácil es toparse con la arrogancia intelectual, esa que muchas veces cae en argumentos falaces, en prejuicios, en determinismos y extremismos ideológicos; la mesura y la apertura al diálogo como ejercicio de aprendizaje suelen esconderse.
Pareciera que a veces asistimos a una especie de competencia, pues en escasas ocasiones se forman diálogos desde posturas fundamentadas y bien intencionadas. Tristemente sobran los comentarios, dignos de una enfermedad infantil, por parte de algunos sectores de izquierda o progresistas que imposibilitan la organización crítica. La descalificación está a la orden del día, se confunde la crítica radical con el radicalismo como sinónimo de extremismo y esto resta a lo poco que va sumando.
Cuidado en estos días posmodernos dentro del medio “intelectual” o “artístico” se ose en hablar en favor del difunto Chespirito, de El aguante de Calle 13 o de la práctica de algún deporte, porque eso no es digno de las vanguardias intelectuales, porque eso “obnubila”, como señaló descalificando una reconocida antropóloga, “las mentes críticas”. Obviamente no generalizo, pero señoras y señores: el aprendizaje, el pensamiento crítico, el compromiso con la realidad y la sensibilidad pueden adquirirse de diversas formas, desde diversos focos, pues el aprendizaje, lejos de lo que muchos creen, se encuentra también fuera de la academia y los libros; sí, a veces de formas muy modestas, antiacadémicas y festivas.
No sé si a don Julio le guste Calle 13, probablemente no, pero es que no se trata de a quién le guste la agrupación puertorriqueña, el cómico mexicano o qué se yo, son simples ejemplos (imagínese tratándose de cosas más serias) de lo lamentable que es la tendencia desacreditadora de aquellos que forjan su andar y hasta carreras desde los extremos, y se cierran al mundo, y que son incapaces de contextualizarse antes de conocer y/o analizar, que desean uniformar sin respetar la singularidad de los otros.
Quizá escudriñando el trasfondo nos daremos cuenta que esto sucede debido a que somos una sociedad históricamente violenta y machacada, que en la mayoría de los casos prefiere la descalificación por encima de la enriquecedora discusión. Hay mucho por aprender, porque incluso en círculos donde se cree que existe un diálogo y tolerancia a ideas opuestas, nos escuchamos y conocemos poco.
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