Vivimos en una época acelerada, en un mundo de contradicciones y de párrafos aparentemente inconexos. La tecnología nos empuja al cambio, y sin embargo, nuestra atención se reduce. Consumimos pedazos de información sin digerir el contenido, parecemos conformes viviendo bajo la ilusión de creernos informados. Sí, vivimos en una época que se mueve de forma veloz, pero nosotros seguimos en los mismos lugares, sin superar por completo problemas del pasado como el nacionalismo y las conjeturas post modernistas que nos hacen parecer más listos por el nihilismo con que van cargadas.
La nostalgia hacia el pasado nos persigue. La vemos reflejada en el cine, la televisión, la música e incluso en la literatura. En concreto, la literatura latinoamericana parece continuar bajo la idea de la generación del boom, esperando la «gran novela», sin darse cuenta de que la narrativa no solo ha cambiado, sino que sus protagonistas (es decir, sus escritores) comprenden una población más diversa que responde a otros temas y por ello resulta inocuo continuar esperando, como lectores, la aparición de un libro que responda a las necesidades e inquietudes que se tenían hace 50 años.
Resulta irónico que siendo la generación que amasa la mayor cantidad e información a su disposición se conforme con tan poco. Un ejemplo de ello es la ignorancia o negación que posee la sociedad en cuanto al mayor problema que nos enfrentamos: el cambio climático y sus consecuencias. Este problema no solo tiene que ver con la extinción masiva de especies, sino con la escasez de alimentos, así como del recurso hídrico. Millones de personas se movilizan a causa de las condiciones de este fenómeno global; las migraciones incrementaran año tras año y con ellas las discusiones políticas sobre el trato hacia los migrantes. Y sin embargo nuestra huella se incrementa, nuestro consumo de recursos continúa siendo el mismo y nos preocupamos más por tener la razón que por escuchar, buscar consenso y trabajar juntos.
Parte de ese deseo de tener razón es lo que suele inundar las redes sociales. Esa megalomanía que nos empuja a un individualismo tal que nos hace olvidar que vivimos en un mundo hartamente distinto que el que sucede virtualmente, que provoca la exageración de las identidades a la vez que nos olvidamos de nuestra privacidad y regalamos datos de nuestra vida para que otros lucren con nuestra intimidad.
A menudo pienso que la figura del uróboros es lo que mejor nos describe. Por un lado estamos conectados, y por el otro, alienados. Por un lado culpamos a la política y por otro nos desentendemos de ella a pesar de que es lo más constante en nuestra vida. Buscamos una conciencia superior a través de nuestras propias acciones y sin embargo estamos interconectados a la vida comercial que juzga nuestro consumo.
Quizá las luchas sociales y la vuelta de problemas antiguos que parecían superados —junto con los desafíos globales que debemos enfrentar como humanidad— nos otorguen ese sentido de identidad que con tanto afán parecemos buscar, pero hasta que eso ocurra tendremos que balancearnos en una fina cuerda que amenaza con el vértigo de la locura y la razón.
[Foto de portada: Engin Akyurd]
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