Perrear el himno nacional


Dice Javier que Panamá no existe y por un momento pensé que me vería en la penosa situación de recordarle que El Salvador tampoco. Por suerte, lo aclara al inicio: «Así como tampoco existe El Salvador».

Qué suerte, digo, que me ahorrara esa discusión sobre quién tiene el país más jodido e inexistente porque la verdad es que yo perdería por falta de información. Javier, al menos, sabe qué es Panamá: «… una fachada que hemos dejado que otros construyan, sin nuestro consentimiento, para beneficio de sus arquitectos», dice. Y le creo. No conozco Panamá, jamás la he visitado, pero le creo.

Me atrevería a decir que El Salvador es algo así como Panamá, aunque más pequeño. Una maqueta, un ensayo de fachada. Pero quizás peco de ingenuo y no llegamos ni a eso porque la fachada de Panamá —con toda la envidia de mi alma patriótica lo digo— está escondida detrás de un canal que parte al mundo y a una colonización que duró un siglo, y que, aunque perverso, por lo menos es histórico.

El Salvador, en cambio, es un pedacito de tierra olvidada, una parcela diminuta que llevamos casi doscientos años disputándonos con sudor y sangre. Somos un par de párrafos apenas en el Libro de la Historia de la Humanidad, que, de existir semejante libro, hablaría únicamente de la vez en que nos encabronamos por un partido de fútbol y nos dimos verga contra Honduras, que también estaba encabronada; y del día en que Hungría nos metió diez goles en el mundial de España 82. Desde entonces nos manejamos un complejo histórico que no lo canaliza ni el poema más cursi.

Es que es tan escaso país para tantos sueños. Este país con nombre de hospital o remolcador (o taller mecánico) creo que se parece más a una finca o un mesón que a una nación. Un lugar que en el mejor de los casos, nos sirve de conexión con alguna especie de infancia malograda; y en el peor, es el cementerio de todo lo que alguna vez amamos.

La generación ofendida

Por eso no entiendo cuando mis compatriotas —sobre todo los que ahora mismo pisan los cuarenta o más, los que más se quejan de los millennials— se ofenden porque una joven perree el himno nacional,correctamente vestida de azul y blanco y en un clarísimo intento —exitoso, como supimos luego— de emputar a los hijos de la patria orgullosa. No termino de comprender el irrenunciable respeto colectivo hacia la oración a la bandera o al escudo nacional, como si la solemnidad nacionalista no fuese algo más que una impostura burocrática o un rito placebo que a veces previene en suicidios colectivos.

Dicen los de esa generación que la nuestra es una generación que se ofende por todo. Que mucho lloramos por los chistes de gordos, gays, negros o, ya de plano, por los chistes de mujeres. Dicen que queremos aniquilar la comedia, que muy ofendiditos andamos, que nada aguantamos, que cuando ellos estaban jóvenes aguantaban el bullying con estoicismo. Dicen que solo se puede ser gracioso si se denigra al prójimo.

La joven no le faltó el respeto a nada importante. Los símbolos son ideas y las ideas son siempre, siempre, siempre susceptibles a modificaciones, parodias, chistes y blasfemias. Siempre. A ustedes no les enseñaron a respetar esas cosas, les enseñaron a tenerle miedo a expresar lo que quisieran, como quisieran. Ustedes no aman más a su país porque nunca han sentido el boom del perreo intenso mientras «les protege una férrea bandera contra el choque de ruin deslealtad».

Creo que los que aman los símbolos patrios con la intensidad que aman a sus madrecitas deberían estar agradecidos con esta joven porque por un momento logró que el himno nacional volviera a ser relevante. Aunque fuera por cinco minutos. Ojalá un día por fin nos unamos en una sola voz a la alta traición de José Emilio Pacheco, esa que consiste en no amar a la patria pero estar dispuesto a dar la vida por «diez lugares suyos, cierta gente, puertos, bosques de pinos, fortalezas, una ciudad deshecha, gris, monstruosa, varias figuras de su historia, montañas —y tres o cuatro ríos».

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