De donde vengo, los libros son inmaculados. Sus escritores son una especie distinta, digamos un tanto superiores a nosotros los lectores que, aunque escribamos de vez en cuando, carecemos de ese bautizo místico que estampó majestuosos nombres en los kilómetros de papel que registran la historia de la literatura universal. De donde vengo, los clásicos literarios son el norte y el numen de cualquier aspirante a escritor. Es más: de donde vengo, los lectores lacayunos como yo debemos rendir pleitesía con lecturas periódicas cual actos de fe, dando gracias por tan inmerecido honor de arrastrar nuestras pupilas por esas virtuosas palabras. Por muchos años me tragué gran parte de estas patrañas.
Pero, y ¿de dónde vengo? Pues de varios lugares amurallados donde estas ideas convergen formando una maraña de juicios disgregantes que, aunque tengan a su bien ayudarnos a diferenciar lo bueno y lo malo en cuanto a literatura se refiere, son poco justas y perjudican más de lo que benefician al lector; y a los escritores emergentes, no digamos.
Hace poco aún era fiel creyente de la doctrina del descarte: solo leía a aquellos escritores que contaran con respaldo de la crítica o que me fueran recomendados por alguien mucho más versado que yo. Debo decir que mientras fue así, no me fue nada mal en ese camino paralelo a la intelectualidad que me iba acartonando de a poco sin darme cuenta. No me estaba dando la oportunidad de ampliar mi criterio; leer un libro con la etiqueta de best seller, por «ética», me estaba vetado… Claro: solo hasta hace un par de semanas.
Thirteen reasons why (Por trece razones), del escritor estadounidense Jay Asher, fue una revelación. Ciertamente el libro ya no figura en la categoría best seller dado que se publicó en 2007 y alcanzó el mayor número de ventas hasta julio de 2011. Hace pocas semanas la adaptación del libro a la serie homónima transmitida por Netflix fue una conquista entre el público adolescente (y adulto), lo que propulsó nuevamente las ventas del texto en Estados Unidos.
El argumento es sencillo: Hannah Baker es una adolescente mortificada que decide dejar registro de su proceso de suicidio en una serie de cintas de cassette que van rotando de persona en persona de acuerdo con su contribución en la decisión final. La lectura de Thirteen reasons why me regresó a los años en que cargaba conmigo el combo de suplicio más tedio que viene en forma de retraimiento durante esta etapa de la vida.
Ahora aquéllas angustias típicas me parecen pueriles comparadas con el hecho de buscar y encontrar trabajo, lograr pagar la renta cada mes y demás conflictos de sobrevivencia; sin embargo, son aquél tipo de ansiedades las que determinan si seguir o simplemente terminar. Yo seguí, pero él no: un compañero del instituto donde estudié mi educación básica que en 2002 se lanzó del puente El Naranjo. Al igual que a Hannah, la orientación estudiantil no le funcionó. Estaba deprimido. Estaba solo.
Cuando terminé el libro me acordé del él, y también recordé que para cuando él se suicidó leíamos Doña Bárbara en la clase de literatura. La Rubí de aquél entonces habría pensado que una lectura como la de Asher no sobraría, si de ello dependiera salvar una vida. Una suposición ilusa.
Por otro lado, ahora que la veintena de mi vida concluye, me doy cuenta de que la determinación de suicidarse está fuertemente estigmatizada por los valores morales y religiosos. Kierkegaard dijo que «la fe comienza donde acaba la razón». La fe —que en culturas como la nuestra se asienta en el terreno espiritual— es un eslabón que nos amarra a la vida por encima de que conozcamos nuestro derecho de morir.
Pero nos acorazamos en el designio divino. Así somos y por eso vemos el suicidio como un final miserable. Para muestra solo hay que leer las polarizadas reacciones que días atrás generó la muerte del cantante de 52 años Christopher John Boyle, mejor cocido como Chris Cornell. Lo que leí iba desde lo condenable a lo injurioso (porque «lástima, tan guapo que era», según una persona). El caso es que el suicidio, real o ficcional, siempre nos posicionará frente a un dilema que pocas veces estamos dispuestos a debatir. Sigue siendo un tabú. No lo respetamos. Nos asusta y más en una vida en flor como la de Hannah, la heroína póstuma de Jay Asher, o como la de mi compañero de salón. Me atrevo a decir que nos asusta más que la muerte por causas violentas.
En mi primer artículo para (Casi) literal —¡hace tres años ya!— escribí acerca de los suicidios en la literatura. Hoy vuelvo al tema con una perspectiva más cercana, siempre desde la experiencia de la lectura pero con una anécdota personal para aportar. Y por increíble que parezca, sí: gracias a un libro escrito para adolescentes. Ahora regresaré de donde vine, aunque después de lo expuesto en este artículo probablemente ya me hayan excomulgado.
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¡Mi querida Rubí! (¿Me permites llamarte así?) Tus artículos siempre me interesan. Algunos me entusiasman, otros me dejan pensando… Pero el de hoy me parece emocionante, por la riqueza de los temas que tratas, por la cercanía con la que los expresas y por el entusiasmo que me produce que una lecto-escritora como tú, propongas que la lectura de los «nuevos» escritores (como yo pretendo ser), sea un ejercicio que vale la pena hacer. Gracias por ser un estímulo, tanto para mi ser-lectora, como para mi ser-escritora. Te envío mi «abrazo digital». Hasta tu próxima entrada.
Amiga, gracias por tus afectos. Son totalmente correspondidos. Agradezco tus palabras y tu apreciación hacia mi trabajo. Me parece fantástico que escribas sin miedos ni prejuicios; eso es un principio para ser un escritor (a) que valga la pena leer. Adelante con tus proyectos y sueños. El mundo necesita escritores tanto como lectores. Devuelvo con cariño y afecto tu abrazo digital desde un rinconcito de Centroamérica. Nos leemos luego.