Diez días para conocer Düsseldorf sin haber estado allí


Francisco Alejandro Méndez_ Perfil Casi literalPor varias razones no había escrito esta segunda y —espero— final columna sobre mi hospitalización en Alemania. Coincidentemente he estado hospitalizado en estas últimas semanas, así que de alguna manera me ha ayudado a recordar. A escribir no tanto, pues he tenido dormidas las manos y mis piernas no me han respondido (tuve un accidente, que seguramente contaré en otra columna).

Volviendo a Düsseldolf diré que mi estadía en el hospital y la ciudad fue bastante atípica. Además de estar en el intensivo varios días fui alojado en habitaciones compartidas, algunas veces con albanos, turcos, estonios, árabes, ucranianos y austriacos. Nuestras conversaciones fueron universales, pues cada uno se expresaba en sus respectivos idiomas y creo que aprender latín con el profesor Falla me salvó de la ignorancia.

Un compañero enfermo muy peculiar, un árabe a quien lo visitaban esposas e hijos, tuvo una grata comunicación conmigo. Desde temprano le llegaban a rezar y luego se pasaban conmigo y realizaban sus oraciones. Él lucía muy mal de salud, pero cuando su visita se iba, se levantaba casi de un salto. Nos comunicábamos en italiano (no es que yo sea políglota) y era muy divertido tratar de comprendernos. Me daba de la comida que le dejaban, pues la alimentación del hospital era muy poca: traían a mi cama unas viandas gigantescas, como que adentro aparecería un pavo horneado, pero al quitarle la tapa aparecía un pedacito de queso y otro de jamón. Entonces mi amigo, imán, le decía yo, sacaba dátiles.

Hubo un albano como de 75 años que me enseñó a llamar a las enfermeras en alemán, así que además de decir mierda, aprendí varis frases en lengua teutona.

Tengo que decir que hasta una doctora se enamoró de mí. Había vivido en España y era con la única que podía cruzar frases en mi idioma materno. Fue ella, Inga, la que me avisó que al día siguiente llegaría el subdirector a verme. Tenía un apellido como de cinco vocales. Al otro día estaba yo bañado (el personal de enfermería lo hacía) y con mi camisa de Hendrix. La luminaria médica apareció con un traje como de James Bond. Era todo un figurín, pero se hacía acompañar por un séquito de estudiantes que al parpadeo del galeno me atacaron; es decir, comencé a servir de conejillo de Indias y protesté enérgicamente. Hasta dije: «Pero si estoy pagando». Pero fue en vano, me sacudieron como muñeco de trapo y tras la aprobación del galán salieron todos tras  él.

Mi sobrino llegaba a visitarme por las tardes y se quedaba un rato para contarme cómo era la ciudad, pues solamente había conocido la parada de buses y la cerveza artesanal no la probé. Un día llegó con la noticia de que al día siguiente me sacarían porque ya se había acabado el dinero del seguro. Hablé con Inga y le pedí que les explicara que yo no estaba del todo curado, que necesitaba medicamentos, que venía de un país «en vías de más subdesarrollo», pero nada de eso sirvió.

El caso es que a las 6 de la mañana me dejaron en un rincón del paqueo del hospital y ni adiós me dijeron. Mi sobrino llegó con un amigo y un auto. Me dijo: «Te voy a llevar a París y nos regresamos porque mañana tengo clases de alemán». Emprendimos el viaje, yo con las rodillas con sangre y los otros dos felices porque nunca habían ido a la Ciudad Luz. Al cabo de seis horas me dejaron en la Cite, pero les pedí de favor que me compraran bastimento en un supermercado. Me dejaron las cosas y se fueron.

Lástima que no sabían leer francés, pues compraron leche agria y un cereal para ancianos con diabetes, desdentados, con un sabor a lija. Yo pasé como tres días tragando la leche espantosa y el cereal, peor. La luz de la Torre Eiffel me pegaba en la cara durante las noches, pero estaba imposibilitado para caminar (igual que ahora). Pasé como cuatro días acostado leyendo a Raymond Chandler y esperando que mis piernas respondieran.

Un día, como cuando Pinocho cobró vida, pude caminar. Fui a la recepción, hice un par de llamadas para rentar una silla de ruedas eléctricas y avisar a la biblioteca (se acababa de terminar la huelga) que volvería a estudiar los archivos de Miguel Ángel Asturias. Ya con mi silla me fui a comprar jamón, un delicioso pan y cervezas. La vida vista desde un aparato como en el que me movía es diferente y todo se aprecia diferente.

A los pocos días recibí una excelente llamada del consulado de Guatemala avisándome que me llevarían medicamento y bastimento. Fue un asiático, con todo el aspecto de Kato, el que me llevó las medicinas y un mensaje del embajador.

Tengo un mapa en el que voy anotando las ciudades y ríos que visito. Cuando iba a marcar la ciudad alemana no supe si poner la X o no, pues a pesar de haber estado diez días en Düsseldorf es como si nunca la hubiera visitado. No me despedía de Inga.

¿Quién es Francisco Alejandro Méndez?

¿Cuánto te gustó este artículo?

Califícalo.

4.7 / 5. 3


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

desplazarse a la parte superior