La ciencia como religión


Rodrigo Vidaurre_ Casi literalSe ha hablado mucho sobre el peligro del pensamiento anticientífico; de la extrema credulidad que alimenta al movimiento antivacunas y a la pseudociencia racial. Muchos divulgadores como Niel deGrasse Tyson, Bill Nye y Richard Dawkins han construido sus carreras presentándose como defensores del pensamiento racional en contra de los «enemigos de la razón», como lo son la religión, la acupuntura y el espiritismo.

Bajo el estandarte de la verdad absoluta, el científico se vuelve una especie de intelectual público dispuesto a opinar, no solo sobre su campo de estudio, sino sobre temas que van desde la filosofía hasta el arte.

Es tentador ponernos de su lado. El valor de la ciencia como método epistémico se nos inculca desde la infancia y es difícil discutir el impacto positivo de tecnologías como la informática o la medicina moderna. Pero una cosa es el método científico —un útil aparato empírico que se basa en la observación y la experimentación— y otra muy diferente la retórica cientificista que se vale de sus méritos para promover una visión totalizante de la ciencia que va desde insuficiente y hasta dogmática.

Es insuficiente porque el método científico no es aplicable a todas las disciplinas. Lo que funciona bien para procesos naturales podría no funcionar para fenómenos que dependen de la motivación humana como la política o la economía. A un nivel más profundo, el método científico supone que todo proceso a investigar es repetible y públicamente observable; lo cual significa que no sirve para responder preguntas sobre la consciencia y la moralidad, por más que Sam Harris lo intente en su libro The Moral Landscape.

Dicha visión también es dogmática porque se olvida de que la ciencia por definición debe ser agnóstica y sin prejuicios. La tradición fundada por Galileo está dispuesta a tirar toda suposición por la borda al momento de analizar una nueva evidencia, emitiendo sus juicios siempre a posteriori y nunca a priori. Cuando la ciencia se entiende no como un ejercicio sino como un corpus incuestionable de conocimiento válido, se convierte un dogma de fe que reemplaza la autoridad de la iglesia por la de los journals académicos.

Irónicamente, en algunos casos esta arrogancia llega a ser anticientífica. El Comité para la Investigación Escéptica (CSI por sus siglas en inglés), por ejemplo, nació como una organización seria que busca aplicar el método científico a afirmaciones paranormales. Esta noble visión se ha visto manchada a través de los años por casos como El efecto Marte o La chica con rayos equis, donde observadores acusaron al CSI de usar métodos estadísticos deshonestos para desmentir la hipótesis. Más allá del problema ético que esto plantea, demuestra el pseudoescepticismo de los investigadores que moldean sus experimentos para encajar a su conclusión, y no al inverso.

Se habla de una crisis de racionalidad ante la creciente popularidad de la magia, la astrología y la fe, pero ¿por qué no hablar también de una crisis discursiva dentro de la misma comunidad científica? En plena crisis de replicación, muchos divulgadores profesionales y aficionados se rehúsan a reflexionar con humildad y redoblan su cruzada contra las «irracionalidades» benignas que los humanos siempre hemos usado para colorear el cosmos.

Vale la pena preguntarse si ambas crisis no están entrelazadas; si la desconfianza en los científicos no es el resultado de pensar y hablar sobre ciencia de una manera demasiado miope.

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