¿Dónde están las novelas de propuesta social?


Javier Stanziola_ Perfil Casi literalHago la siguiente pregunta porque desconozco la respuesta. En Latinoamérica, ¿dónde están las novelas de propuesta social? En países ahogados en desafuero, desigualdad y desidia uno podría pensar que habría una gran variedad de novelas con visión de cambio. Pero yo, desde mi limitado contacto con el mundo literario regional, conozco pocas novelas con propuesta social.

Insisto en la palabra social porque la literatura latinoamericana ha sido martillada por autores superestrellas con claras propuestas que hieden a individualismo.

Paulo Coelho ha acumulado millones de dólares hilando palabras que venden esperanzas blancas. Entre historias robadas o prestadas, el vendedor de humo adorado por millones pinta la idea tibia de que la solución a las injusticias que enfrentamos se encuentra mirándose al espejo. O en la siguiente novela, mirándose en una cascada. O en la otra novela, en una rosa detrás de tu casa sin agua potable.

Carlos Cuauhtémoc Sánchez, con su imagen de actor antagónico de bodrios de Televisa, se encuentra en la lista de lecturas requeridas en muchas escuelas católicas y evangélicas de la región. En lugar de cambios personales, el galán que nunca llegará a ser protagonista vende la paz que se encuentra en no cuestionar el sistema. Con historias desabridas alimenta la ignorancia y la pereza entre los estudiantes que muy pronto tomarán roles de liderazgo en cortes supremas y asambleas. Tan atrofiados quedan de tantos textos tontos que leen en la escuela que solo tendrán la capacidad de ordenar y legislar ponzoña como que las mujeres no pueden decidir por sí solas sobre su cuerpo ni mucho menos cuándo pedir a un doctor una esterilización.

En Panamá, una de las autoras más leídas y famosas (que no es lo mismo, y ella logra las dos) es Rose Marie Tapia, quien nos vende individualismo criollo. Sus libros contienen rastros del envenenamiento que los del Consenso de Washington han venido perpetrando desde la década de 1980. El veneno del «no me importa con el prójimo que no se parece a mí» corre por nuestras arterias por lo menos desde que nos amarramos al cuello ese ideal de ser un país hanseático: por y para el comercio y nunca para el bienestar de los otros.

Las novelas de Tapia que he leído —también lecturas obligadas en nuestras escuelas— arrancan con personajes débiles que cometen un error producto de su falta de disciplina o por no trabajar lo suficiente. Sus debilidades los llevan a enfrentar un infierno de desafuero y desigualdad —repito, provocado por ellos mismos— del que solo saldrán poco a poco con un cambio de actitud, ahorrando disciplinadamente, trabajando sin cuestionar al jefe y una sonrisa grande para seguir engañándose de que ellos son los únicos culpables de las injusticias que enfrentan.

Muy pocas novelas pintan personajes individualistas (muy diferente a la ceguera social del individualismo) que se atreven a retar el status quo, a hacer una propuesta concreta sobre cómo implementarla de manera colaborativa y comunitaria, y, además, tienen la paciencia y coraje para organizar y administrar el cambio. En su lugar, la novela latinoamericana de toque social no sale de la jaula Macondo en 2666. Mientras las leo, entiendo otra vez los horrores sulfúricos de nuestro sistema. Al terminar la última página de estos bellos textos me embarga la sensación de que nada se puede hacer al respecto y mejor es tirarse un porro, destruir cien neuronas y esperar hasta que me regrese la energía para leer otro diagnóstico macabro.

Aún peor, las novelas con aspiraciones revolucionarias que he leído tienen el mismo tufillo de gatopardismo que encuentro en las propuestas de nuestros líderes políticos y barones empresariales. Estos textos tienen protagonistas —casi siempre hombres— que suelen vivir atrapados por una obsesión, por una exnovia virgen y un odio papayoso por una esposa infiel. Sus propuestas revolucionarias casi siempre involucran prenderle fuego a la casa presidencial. Les dedican tanta energía a sus planes mal hervidos, tanta ceguera les causa su misoginia, que nunca tienen tiempo para pensar en qué pasará después de la fogata. No hay propuesta. Solo herramientas.

Así como cuando los presidentes que nos guían nos prometen democracia como si fuese equivalente de bienestar o así como cuando los empresarios nos prometen mercado libre como equivalente de felicidad, pero esas solo son herramientas de coordinación. A nadie nunca le queda claro —ni en las novelas que venden individualismo, ni en las novelas revolucionarias, ni en los discursos de campaña política— cómo se usarán esas herramientas, ni para quién.

Pregunto porque no sé. ¿Hay alguna novela en Latinoamérica que se atreva a plantear el camino hacia un mundo donde tratemos a personas que no conocemos y al resto de la biósfera como si de verdad nos importasen?

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