Desde nuestra inocente mirada de hispanoamericanos y, específicamente, de guatemaltecos ingenuos y provincianos, la malhadada y mal llamada “madre patria” podría parecernos un estuche de maravillas, cuyo ejemplo es digno de seguirse, principalmente por el despunte económico que tuvo en los años setenta, luego de la caída de la dictadura franquista. Hoy en día, el orgullo y la arrogancia española se lucen más que nunca gracias por la posición geográfica privilegiada de primer mundo en la que queda contenido su territorio al pertenecer, de una manera muy oportunista, a ese bloque de naciones que dominan con su aire melancólico a la cultura occidental, llamado Unión Europea, y que, desde su posición etnocentrista y xenofóbica, tiene pretensiones de ser la columna vertebral y el principal referente del mundo.
Pero volviendo a la cenicienta casi africana de este bloque político y económico que domina el continente europeo, basta revisar un poco su historia para darse cuenta el fracaso de nación que han resultado ser. De ahí que la pose típica del español orgulloso —principalmente el castellano— no es sino el mecanismo de supervivencia —nada novedoso por cierto— al que han recurrido una y otra vez en distintos momentos de la historia.
Así como a los guatemaltecos nos caracteriza esa cultura del miedo —y con esto no estoy diciendo que todos los guatemaltecos seamos iguales—, pareciera que las ideas de abolengo, pureza de sangre, honor, nobleza están tan internalizadas en la memoria colectiva del pueblo español, sedimentada por pesados siglos de perpetua Edad Media, que los prejuicios se manifiestan de manera natural y espontánea en muchas conductas cotidianas del ciudadano español, aunque aquí valdría también hacer la aclaración de que tampoco es válida la generalización.
En realidad, no se necesita tener una inteligencia superdotada para llegar a comprender a esa España que hoy por hoy se cae a pedazos, con la mayoría de su población desempleada, tratando de huir desesperadamente —aunque lo disimulen muy bien, con tal de no perder la pose— hacia la siempre benigna Hispanoamérica, que en el papel servil que le ha tocado jugar en los tiempos que corren, siempre la acoge con los brazos abiertos y una sonrisa radiante en el rostro. Y nunca faltan esos casos extremos, como el de Guatemala —cuyo servilismo brota hasta por los poros—, donde además de acogerlos, nos disponemos prontamente a servirles de alfombra, dejando que se repita una y otra vez el amargo episodio en que Tonatiuh se convirtió en nuestro verdadero tata y patrón.
Todo esto es, sin embargo, tema aparte y más bien responde a ese sentimiento de inferioridad que los guatemaltecos solemos tener ante el ideal español que nos hemos impuesto. Es así como, entre la población mestiza, nos hemos hecho la ilusión de que mientras más nos acerquemos al fenotipo español, más oportunidades y estatus tendremos, y más cerca de aspirar al poder estaremos; ilusión, por lo demás, no tan fantástica en esta patria del criollo, donde el poder lo sigue detentando esta clase “más lavadita”, como diríamos los ladinos, en esta nuestra eterna actitud de horror y desprecio hacia lo indio.
Sin embargo, en esta ocasión no me voy a detener en ese punto, porque mi objetivo es intentar explicar de manera muy general cómo el carácter castellano ha llevado a la nación española a ser lo que ahora es. Entonces, me veré obligado a regresar a su historia y revisar diversos capítulos, para comprender que irremediablemente ciertas características se repiten casi patológicamente:
- Durante toda la Edad Media, una soberbia guerra contra los infieles moros —diferentes no solo en creencias, sino en color— consolida la nación española, que se yergue casi enteramente sobre el valor del honor y el orgullo. De manera que en el siglo XV, al final de esta guerra, la mayoría de su población hidalga se agarra fuertemente de este falso orgullo para no enfrentar el trauma de la miseria en que habían quedado sumidos. No es casualidad que el genial Cervantes haya escrito su Quijote en esta nación que siempre gustó de vivir de las apariencias. Y tampoco es casual que muchos de estos advenedizos “hijos de alguien” hayan buscado desesperadamente hacer fortuna en las nuevas colonias.
- A finales del siglo XVIII y principios del XIX se agudiza esta patología. El ensoberbecimiento de la casa Borbona llegó a creerse la fantasía de que eran dueños del mundo, mientras los castillos de la baraja se derrumbaban casi sin darse cuenta. Mientras tanto, las otras coronas, encabezadas por la inglesa y su armada invencible, le roía en silencio las vísceras. Muy caro fue el precio que tuvo que pagar el orgullo Borbón por esa actitud altiva que tan solo era un disfraz para ocultar el agujero en el que comenzaban a caer.
- A finales del siglo XIX, la miseria y el drama se patentizan. Es imposible seguir ocultándolo. Con la pérdida de sus últimas colonias y la humillación de los norteamericanos, España debe tragarse su orgullo que, además, le sabe a hiel. El carácter dramático español es llevado a sus extremos en la postura pesimista de sus más brillantes pensadores: Unamuno, Baroja, Benavente, Blasco Ibáñez, Azorín, Maetzu, Valle-Inclán, Ganivet, los Machado, Ortega y Gasset. España no solo está sumida de nuevo en la miseria, sino queda condenada al atraso en relación con el resto de Europa. Ya no volverá a ser la nación que, en su presunción, había creído que era. Deja de formar parte del grupo exclusivo de naciones europeas, americanas y asiáticas que se repartirán el mundo en la siguiente centuria.
- Casi todo el siglo XX es de aislamiento y retiro, de amargo silencio, de amarga dictadura. España está sumida en el atraso tecnológico, científico e intelectual. Pero lo que más le duele es el orgullo y el honor mancillado. La impotencia de poderlo limpiar. Durante toda la época de dominación franquista debe tragarse su soberbia y de nuevo debe buscar auxilio, con el rabo entre las patas, de sus ex colonias.
No es hasta hace unos treinta y cinco años que España vuelve a erguirse de entre las cenizas de su propia destrucción, aunque más bien pareciera que su despegue es temporal, pues ya ha mostrado su endeble condición una vez llegada la recesión. La España es tan débil que pareciera a punto de quebrarse ante el primer embate. Puede que no haya la distancia histórica suficiente para generar expectativas al futuro, pero, como ya lo ha demostrado en otras ocasiones, todo indica que está predestinada a repetir la misma patología —de allí que el uso del término sea acertado—, porque mientras la casa se les cae a pedazos, la actitud prevaleciente es la de la soberbia y la del honor de abolengo, que toma formas inusitadas e insospechadas, reflejadas en la insolencia de sus instituciones reales, pero también en las estrambóticas políticas exteriores —reflejada, por ejemplo, en el rechazo abierto que manifestaron contra Turquía para que ingresara a la Unión Europea— y la actitud ante sus migrantes, convirtiéndola así en uno de los pueblos más racistas del planeta, aunque se esfuercen en dar la imagen de celosos guardianes de los Derechos Humanos, con tal de estar a la altura de las naciones que consideran sus iguales.
España nuevamente vuelve sus ojos a sus antañonas colonias, con la diferencia de que ahora no puede dominar por medios violentos. Entonces, se vale de otra serie de artimañas que el sistema capitalista y neoliberal considera válidas y que suele disfrazar con el nombre de intercambio comercial o cultural. De ahí que sus empresas, principalmente las telefónicas, haya creado otra forma de colonización más sofisticadas. De ahí que sus instituciones, como Cooperación Española, asumiendo una actitud paternalista de las cuales varios se aprovechan, ganen cada vez un espacio más valioso, ante la ineptitud de nuestros Estados de hacernos cargo de nuestros propios problemas.
De muchas personas es conocida esa actitud de prepotencia y falsa altivez con la que muchos españoles —y con esto, aclaro, no generalizo— se presentan. Si alguien tiene alguna duda de esto, solo le basta con visitar la embajada española en Guatemala para constatar cómo es el trato al público, actitud que lleva cierto cinismo de falsa superioridad. Y qué decir de aquellos españoles que entran y salen de nuestros países como “Juan por su casa”, mientras que ellos mismos exageran las medidas de protección para ingresar a su territorio. Como es de esperarse, estas tan solo son manifestaciones sintomáticas de esta patología, y algunas de sus funestas consecuencias son las relaciones de desigualdad y el racismo.
Puede que en el futuro, para superar esta patología, la única solución para España sea la disgregación. Al fin de cuentas, aunque este país insista en creer la fantasía de la “sangre azul”, la historia termina por demostrar que son un pueblo tan mestizo como cualquier otro del planeta. La diversidad de lenguas que se hablan en su territorio solo demuestra que todavía son latentes las influencias que ahí se conjugaron: celto-ibéricas, vascas, latinas, bárbaras-germánicas —aunque les pese— y árabes.
Mientras no se llegue el día en que superen esa patología, seguirán creyendo que son la metrópoli del mundo e insistirán en convencer al resto de la humanidad de que irradian la cultura al resto del mundo hispánico. Claro, esto no significa que deje de reconocerse el aporte artístico y literario que este pueblo ha dado y que, por lo demás, pareciera nutrirse de sus propias crisis. Eso no significa que deje de ser uno de los pueblos al que más le cuesta aprender de su propia historia. Y nosotros los guatemaltecos, como buenos imitadores, somos los principales herederos de esa característica, porque una y otra vez nos damos contra la misma piedra sin que seamos capaces de aprender. Al fin, distinguidos hijos de nuestra “gran madre”. ¡Genio y figura hasta la sepultura!
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«Ver volver», decía Azorín refiriéndose al vivir. A lo mejor se refería también a España.
Pienso que también se refería a España, que desde siempre parece volver al mismo punto de partida.