Sin caer en la superstición, a veces me atrevería a pensar que los libros llegan a tu vida en el justo momento en que se deben leer. Así lo he experimentado con varias novelas y fue lo mismo que me pasó al leer Las intermitencias de la muerte, del laureado Nobel, José Saramago, a quien tenía años de no leer y que, por casualidad, me encontré en mi vasta biblioteca personal, todavía en su empaque de plástico, que tenía años quizá de esperarme con paciencia.
A pesar de ser un escritor de lengua portuguesa, Saramago es inconfundible por ese peculiar estilo que al público menos familiarizado quizá le pueda parecer errático, aunque harto justificado para expresar la voz colectiva de sus personajes. Justamente me refiero a esa yuxtaposición de diálogos apenas separados por una coma —o a veces identificable con el uso de mayúsculas— que transgreden la puntuación. Aunque a veces este estilo puede cansar y ensombrecer la claridad discursiva, es una forma muy inteligente de destacar la polifonía narrativa.
Como en otras novelas, Saramago no centra la atención sobre unos protagonistas que no existen, sino más bien en la acción que va saltando de uno a otro personaje, quienes parecen intervenir en una especie de juego de azar y terminan no siendo recurrentes a lo largo del relato. Generalmente son caracteres sin nombres propios, recurso que refuerza su anonimato. Pero también son seres que reaccionan ante las circunstancias establecidas sin mostrar una psicología muy profunda o complicada. Por supuesto que esto no significa que sus relatos carezcan de profundidad. La riqueza reflexiva de los temas abordados por Saramago más bien se acentúa en los motivos y temas que desarrolla, mismos que se mueven en una trama ágil a pesar de la construcción cargada —y, a veces cansada— de sus párrafos.
Casualmente, Las intermitencias de la muerte resulta ser una lectura, si no adecuada para esta coyuntura mundial tan incierta, por lo menos ideal para reflexionar acerca de la muerte. Asimismo, ofrece la posibilidad de reflexionar acerca de las reacciones de la colectividad ante los momentos de crisis, para caer en la cuenta que, sea el motivo que sea, los grupos sociales tienen reacciones predecibles, por muy insólitas que sean las situaciones por las que atraviesen. En este sentido, Saramago es excelente retratista de la psicología social.
A partir de una situación extraordinaria ―no por eso inverosímil―, Saramago presenta con maestría el comportamiento de las masas sin dejar pasar por alto la aguda ironía que lo caracteriza y que salpica todo el relato de inteligentes elocuciones que en mucho recuerdan el conceptismo de Quevedo.
En un país cualquiera, por una extraña razón que nadie puede explicar, las personas dejan de morirse. Tras la algarabía inicial comienzan a surgir toda una serie de problemas que causan inestabilidad social. Los hospitales, los asilos de ancianos, las funerarias y las compañías de seguros pierden negocios importantes.
La situación más difícil la enfrenta la Iglesia porque la perspectiva de la vida eterna pone en la picota a uno de los dogmas en los que se fundamenta su poder: la resurrección.
Además, en torno a este suceso se desarrollan otros negocios clandestinos en los que las maphias (escritas así para que no se les confunda con las mafias) establecen tratos oscuros con las autoridades.
De pronto, la muerte implementa un ingenioso sistema que pronto comienza a fallar y sin preverlo empieza a humanizarse, pero todo lo que sigue a esto no vale la pena adelantárselos por acá. Por lo pronto puedo decir que, a pesar de que Saramago hace planteamientos filosóficos interesantes, Las intermitencias de la muerte presenta un final curioso, pero puesto muy a propósito, para decirnos medio en juego y medio en serio que la muerte también puede ser vencida por las más comunes pasiones humanas.
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