¿En verdad habrá algo para celebrar en este país agonizante? Sí, claro, el Día de la Independencia que obtuvo una clase criolla para poder expandir su dominio y crear su propio feudo. Celebrar el Día de la Patria no es más que conmemorar el éxito del patrono, el logro de esa pequeña clase acaudalada que por casi dos siglos ha explotado a su provecho los recursos y el trabajo humano de este pedazo de territorio. El poder de esa clase que, de manera solapada, hizo de este país su antañona finca de leyes retorcidas, enclavada en medio del mundo civilizado.
Ahí van los niños inocentes que ha producido este sistema de educación nacional, ondeando banderitas azul y blanco, corriendo detrás de una antorcha, desfilando y haciendo honores marciales cual ensayo perfecto de la mentalidad militar imperante. Ahí van esas criaturas que hemos engendrado, alimentando un ardor patrio implantado por las elites para hacerlos sentir bien con sus conciencias, un fervor que se desparpaja ante la más mínima borrasca de un país que se derrumba.
¿Es que en realidad todavía nos creemos ese cuento de que podemos llamar patria a este conjunto de miserias que nos rodean? ¿Es que en realidad se le puede llamar patria a una tierra ingrata que es incapaz de ofrecer dignidad e igualdad de oportunidades a sus habitantes? ¿Esa es la patria que soñamos? ¿Una patria de la que se huye como despojo porque es imposible encontrar en ella una oportunidad de realización personal? Señores, si eso es patria para ustedes, qué orgullo entonces celebrar este día.
¿Cómo se puede añorar un terruño sembrado por la miseria, la corrupción, la mediocridad, la desesperanza y la muerte? Si alguien sabe la receta, por favor, podría ser tan amable de compartirla porque lo que se ve en el futuro es solo un sombrío desacierto, una sensación de caminar en círculos, un sentimiento de estancamiento que se instala mientras vemos cómo se nos va la vida entre las manos, muriendo de impotencia.
La patria debería ser aquella madre cariñosa que está dispuesta a arrullarnos, el hogar dulce y consolador al que anheláramos volver tras luengas jornadas de ausencia; pero, al contrario, es una madrastra de uñas afiladas dispuesta a incrustarnos sus aceros hasta succionarnos la pulpa; un rincón inhóspito y famélico que nos ve con la indiferencia de una loba; el lugar hostil donde, como decía Miguel Ángel Asturias, solo podemos vivir borrachos de alcohol, ebrios de religión, narcotizados por la basura que nos sirven a la mesa los medios de comunicación, cargados de maquiavélica ideología puritana.
Es lamentable celebrar un remedo de patria así, y mi pésame se hace extensivo no solo a la triste Guatemala que languidece cenicienta entre sus ruinas sino a la gran patria centroamericana que se marchita entre la sedienta ambición de sus gobernantes, esa patria centroamericana carcomida y usurpada, mutilada tantas veces por sus carroñeros dueños que la visten de piltrafas aunque se llenen la boca a costillas de ella. ¡Una patria así merece brindis con cianuro!
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