Diecinueve días de vacaciones de los cuales doce estuvieron destinados a visitar Santiago de Chile. Me hospedé en un edificio viejo de catorce pisos habitado, en su mayoría, por adultos mayores. De frente estaba la cordillera de los Andes. La temperatura para junio de este año osciló entre los 3 y los 10 grados centígrados. En medio del frío inicial mi hijo de 6 años me preguntó: «¿Habrá en este apartamento algún lugar que no esté congelado?» No supe qué decirle y le ofrecí otro abrigo y medias dobles.
La atmósfera en cada segmento de realidad era verdaderamente hostil. La mayoría de los chilenos no tenía ningún reparo en ignorarme como turista o en invisibilizarme como ser humano. Pensé que se trataba del frío, por eso todos ensanchan los pasos y se visten de luto rígido. Por eso la gente evita el contacto visual en el metro y por eso debí callarme la boca, para no sacudir mi acento extranjero ni verme más rara de lo que soy.
Lo interesante es que conforme los días pasaban la conducta se repetía en todos los contextos y escenarios disímiles, pero con factores comunes: meseros, carabineros, cajeros en el supermercado, personas que atendían puestos de venta de tiquetes turísticos, gente sentada en los restaurantes, mamás a la salida del colegio con sus hijos. Todos estaban dominados o más bien ensimismados Es el frío, pensé otra vez. Ese frío que atraviesa los huesos y que provoca un sentimiento metálico en las esquinas perfectamente delineadas.
Alguien me dijo: «Hace poco los carabineros se volaron a un [conductor de] Uber porque no atendió la orden de mover su vehículo de inmediato», entonces le pregunte si eso había provocado un revuelo. «Se manifestó el silencio», respondió. Empecé a seguir un poco el acontecer chileno y me enteré de que durante mis días de turista invisible los estudiantes de un liceo público hacían una manifestación y las autoridades habían definido la posibilidad de aplicarle el toque de queda a los menores de edad, algo que me pareció descabellado.
En una zona bohemia me senté a observar a la gente pasar. Bienvenidos al Barrio Lastarria. Algunas caras de espanto y de desolación. Por un momento le pregunté a las personas que estaban conmigo: «¿A dónde están los manicomios aquí?» Entonces apareció un tipo de barba blanca, de unos 70 y tantos años, vestido con un blazer rasgado y un pantalón gris. Llevaba una libretita y un lápiz en la mano. «Le dibujo al niño, le dibujo al niño», me decía. A lo lejos, una chica con su banda cantaba alguna ranchera mexicana.
Regresé al octavo piso donde me esperaba el frío. Volví a divisar la misma cordillera. Esta vez no me impactaba su majestuosidad, más bien me irritaba. Sentía una represión en el aire, algo difícil de explicar, algo cuyo fundamento estructural era más fuerte que mi propia visión de las cosas: la dictadura no solo estaba latente con una fuerza militar avasallante y dominante, sino que estaba afianzada en toda la cordillera, en todo el estado anímico de Santiago.
Pensé que Valparaíso ha de ser diferente, que el sur debe ser diferente… pero los días pasaban y yo no sabía cómo resolver tanta extrañeza e indiferencia en tan poco tiempo, así que decidí volver a ocupar mi lugar, el de una turista que buscaría más allá. En el mercado de artesanías de los Dominicos no sabía qué codificar, si la sensación de estar en un lugar inhóspito o en un laberinto de fantasmas. Un monje vestido con su atuendo café sentado en su silla plástica a la entrada se incorporó extendiendo el brazo, pidiendo una ayuda involuntaria.
Adentro, la bruma, la neblina nostálgica que anticipaba la tristeza, la rareza de los orfebres que tenían la cabeza en otra parte. Una visión grisácea del entorno, pintada con tonos azulados. Es el frío —pensé nuevamente. Caminé unas cuantas cuadras y lo único que pude sentir fue la nostalgia de un lugar que seguía con sus heridas abiertas. La guerra declarada hacía treinta años por motivo del golpe militar parecía vigente. Algo pasaba con la cultura, seguía con fracturas.
Vi a los orfebres detrás de sus pequeñas tiendas y ninguno me invitó a pasar. Pensé en las minas donde se extraía lapislázuli y en las condiciones de venta de la piedra semipreciosa. Entonces me sorprendí cuando un orfebre hizo contacto visual conmigo. Por primera vez me había conectado con alguien. Él tenía el cabello blanco amarrado en una trenza larga, detrás del mostrador con pequeñas piedras de lapislázuli; y al lado suyo, pero fuera de la pintura del mostrador de vidrio, estaba su pequeña hija, que tendría unos seis años.
Yo vi a la niña de inmensos ojos azules sentada en un banquito de madera mientras mi hijo me soltaba la mano para curiosear alrededor de la pequeña tienda. Le pregunté si eran piezas hechas por él, y sí. Yo observaba todo, las piezas de plata engarzadas para formar con patrones perfectos los diseños y las composiciones. Sentí durante pocos minutos la calidez de un chileno que en medio del frío desafiante había decidido hacer un alto en el camino.
Salí de ahí y decidí buscar librerías al día siguiente. Quería saber qué había pasado con la censura, con el miedo, con los canales marginales, con la cultura, con la memoria, con la alegría, con la luz. Así fue como encontré Cuentos en dictadura, una antología hecha por Ramón Díaz Eterovic y Diego Muñoz Valenzuela. Se trata de fragmentos de narrativa escrita en esos tiempos de emergencia. Escritos con coraje por autores en una época muy difícil.
Pero lo que todavía es difícil de exponer es la segunda recomendación hecha por el librero chileno mientras me señalaba el camino para llegar al Museo de la Memoria. «Llévese este libro», me dijo. Así fue como llegó a mis manos Casa de campo, de José Donoso. Todavía no me he recuperado de esa lectura, basta decir que no la pude terminar. Me faltaron algunos capítulos, pocos. Con ese libro aprendí a respetar la historia del pueblo chileno, no solo el de las clases oprimidas sino el de las opresoras porque la tijera corta por parejo. Cuando hay sangre todos son salpicados de alguna u otra manera. Las consecuencias siempre buscan a sus víctimas, pero también a sus victimarios.
Por eso no me sorprendió el salto abrupto del «oasis» a la guerra, sobre todo porque quizá —mejor dicho, sin dudarlo— la única que verdaderamente ha estado en un oasis de ficción es la esposa de Sebastián Piñera y sus amigas cercanas. El resto de «alienígenas» son tan raros como aquellos que al tomar la justicia por sus manos le cortaron la cabeza a María Antonieta.
[Foto de portada: AFP]
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¿Quién es Elizabeth Jiménez Núñez?