El gallinero del Teatro Nacional de Costa Rica


Elizabeth Jiménez Núñez_ perfil Casi literal2023 está por finalizar y por motivos diversos he preferido apostar por actividades culturales y evadir las fiestas en todas sus diferentes manifestaciones. En menos de un mes asistí a cinco diferentes puestas en escena, en algunas ocasiones acompañada de mis hijos pequeños. Una de las más llamativas se presenta en este momento en el Teatro Nacional de Costa Rica: En las ramas del ciprés, dirigida por María Amalia Pendones y de la dramaturgia de Allan F. Pérez.

Decidí comprar el boleto en galería central, el más cómodo de precio, y recordé que a esa zona del Teatro Nacional la denominaban popularmente «el gallinero». Parte del proceso de entender las líneas divisorias y elitistas de los grandes teatros está en la delicadeza del ojo que observa y, por eso, el espectáculo empezó tras bastidores: porque cuando quisimos hacer nuestra entrada triunfal por la entrada principal del teatro, topamos con una indicación puntual del vigilante que miró de reojo nuestros boletos: «ustedes deben entrar por fuera», nos dijo; entonces acatamos inmediatamente la instrucción.

Al subir las escaleras con una luz tenue y llegar a nuestros asientos, mi hijo de diez años, muy indignado, me dijo: «Mamá, escogiste el peor lugar. Ni siquiera estamos centrados con respecto al escenario». Le recordé que el valor de las entradas era elevado y le hice algunas comparaciones de lo que se debía pagar para estar allí versus un salario promedio del sector de la población que menos tiene. Después le hice un llamado motivacional en el cual traté de ser lo más enfática posible: «Si querés tener una mejor visualización de la puesta en escena, entonces estudiá ingeniería, para que podás mejorar este tipo de construcciones arquitectónicas». La democratización del arte es todo un tema, pero hay esperanza.

Era un domingo Y no hacía tanto frío. Las bailarinas representaban con sus atuendos todos los símbolos de la época festiva: luces de colores, adornos, brillantinas, algarabía, árboles, música, villancicos, un perrito con luces amarradas al cuello —un elemento disruptivo, si se quiere— y… bueno: mi hijo había preparado una merienda que llevó celosamente en una mochila azul. En el intermedio sacó la mochila, pero la persona que estaba vigilando el movimiento y el comportamiento de las gallinas del gallinero, nos dijo: «Aquí no pueden comer», y bueno, no hubo más remedio que cerrar la panza y guardar los alimentos.

Una vez que la luz se apagó y que nuevamente estábamos en silencio, volviendo a ver la ficción representada en esa dualidad de un mundo discordante —las notas alegres y a la vez crueles, teatros viejos, elitistas por naturaleza, plagados de historias— me acerqué a mi hijo y le susurré: «Saque las uvas poco a poco, se come una usted y otra se la da a su hermanita, que también está hambrienta». Entonces violamos las convenciones y quizá ahí entendí por qué estábamos en el gallinero y separados del resto.

Al salir de allí, no solo del gallinero, sino también del Teatro Nacional, recordé cómo Isadora Duncan sintió tristeza al ver los pies de las bailarinas de ballet destrozados, y pensé en el espectáculo de la vida, en las disciplinas extenuantes de quienes desde la pureza de sus formaciones y de sus diferentes escuelas pueden dejar presas a sus fuentes de movimiento; es decir, a sus bailarines y bailarinas. Al salir les dije a mis hijos: «Vengan, vamos a ver la Plaza de la Cultura, aquí siempre pasan acontecimientos dignos de ser recordados», y chorritos de agua de colorines abrían paso a la búsqueda de un boleto libre de pago: el arte que se da en la calle, a cielo abierto o «a las orillas del mar», como lo dijo Isadora Duncan: «Mi primera idea del movimiento y de la danza ha venido seguramente del ritmo de las olas. Nací bajo la estrella de Afrodita»; aquella Afrodita mitológica que también nació del mar.

A unos cuantos pasos de nosotros había un domo improvisado por la Municipalidad de San José en el centro de la plaza: niños de la mano de sus padres y sus madres, haciendo fila. «¿Hay que pagar entrada?», pregunté. «No», me dijo una madre que tenía del brazo a su chiquito. «Es gratis, nada más se hace la fila».

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