Las Prosas apátridas y una librera de Miraflores


Alfonso Guido_ Perfil Casi literalPor ALFONSO GUIDO |

En la vida, en realidad, no hacemos más que cruzarnos con las personas. Con unas conversamos cinco minutos, con otras andamos una estación, con otras vivimos dos o tres años, con otras cohabitamos diez o veinte. Pero en el fondo no hacemos sino cruzarnos (el tiempo no interesa), cruzarnos y siempre por azar. Y separarnos siempre.

Ribeyro. Prosas apátridas, 45

A principios del año pasado, en una librería de Miraflores, en Lima, y cuyo nombre ya no recuerdo (para mejores señas, la que queda justo en una de las esquinas de la avenida Larco, de lado derecho caminando del Malecón hacia el parque Kennedy: ahí no hay pierde) compré, luego de mucha insistencia por parte de una muchacha que trabajaba en esa tienda, las Prosas apátridas de un autor al que, de otra forma, seguramente jamás me hubiese acercado: Julio Ramón Ribeyro.

La muchacha era menuda, muy blanca, poco agraciada y no tendría más de 18 o 20 años. Estaba encaramada en una escalera ordenando una estantería cuando me acerqué a preguntarle por un título de Alfredo Bryce Echenique. «¿Bryce Echenique? No lo compres a él, no vale la pena. Mejor llévate a Ribeyro, que difícilmente lo encuentras fuera del Perú», me dijo, así de confianzuda (algo que me encantó y hasta me intimidó), suponiendo de inmediato que yo era extranjero y sin molestarse en buscar el libro que le acababa de solicitar.

Antes de que yo diera la vuelta se bajó de la escalera y caminó unos cuantos pasos para traerme el ejemplar de Prosas apátridas en edición Seix Barral de formato grande. «Cuando leas a Ribeyro te darás cuenta de que es un autor injustamente relegado en la literatura peruana», concluyó.

Traté de hacerle ver que no era el libro que buscaba, sin embargo, su insistencia no quedó en una simple recomendación: «Es más: pongo de mi bolsa diez soles para que te lo lleves», añadió. Supongo que ella pensó que el libro no me convencía porque me parecía muy caro (costaba 39 soles, alrededor de $11), pero era evidente que ella no tenía la menor idea de lo caro que es comprar libros en Centroamérica, particularmente en Guatemala y Costa Rica.

Una vez más dije que no, pero fue su insistencia, el acto heroico de haberse salido por completo de su faceta de vendedora, la que me conmovió de tal manera que terminé comprando las Prosas apátridas de Ribeyro. Seguí viendo libros y un rato después llegué a la caja, pagué con un billete de 50 soles y la misma muchacha me entregó el libro en una bolsa.

Quizá todo esto que acabo de contar no tiene nada de interesante. Varios días después, sin embargo, en el avión que me llevaba de regreso desde Lima a San José de Costa Rica, saqué el libro de mi mochila para empezarlo a leer y para mi gran sorpresa me encontré con un billete de 10 soles entre las páginas 18 y 19, junto con una nota escrita en letra pequeña sobre un post-it y que decía lo siguiente (copio, literal):

Sería injusto esperar que no hayas comprado este libro solo porque te obligué a hacerlo. Pero si lo lees y te gusta acuérdate cómo llegaste a él y antes de mi último suspiro recomiéndalo a otras personas que están fuera del Perú.

Y eso era todo. La nota venía sin firma, sin una dirección de correo electrónico y mucho menos un número de teléfono.

Terminé de leer el libro hasta cuando regresé a Guatemala. Las Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro fueron una sorpresa inesperada y me recordaron un tanto al mejor Sabato ensayista de la década de 1950 y también a La letra e de Monterroso, aunque mucho más ordenado.

Estas Prosas corresponden a la voz de un único exilio latinoamericano y cabalgan entre el diario personal y el aforismo, un libro que se podría leer en una sola sentada y cuyo contenido trasciende de lejos los límites estéticos de la simple reflexión literaria.

Aquella librera de Miraflores tenía razón al afirmar que Ribeyro es un autor poco valorado dentro de una literatura peruana acaparada por reflectores hacia Mario Vargas Llosa y en menor medida hacia César Vallejo, Manuel Scorza, José María Arguedas, Alfredo Bryce Echenique, Jaime Bayly, Santiago Roncagliolo y ahora, recientemente, a Jeremías Gamboa, a quien hasta ahora nunca he leído.

Más allá de lo que acabo de decirles, no sé qué más pueda agregar. En todo caso, lo mejor sería remitirlos al las Prosas apátridas y, en general, a la obra de Julio Ramón Ribeyro, y con esto ya estoy cumpliendo con aquella librera de Miraflores.

Lo que no sé, sin embargo, es si estoy cumpliendo antes de su «último suspiro», tal como decía su nota, ya que el pasado fin de semana leí en El Comercio la noticia sobre una «joven universitaria de 19 años» que perdió la vida en un «fatal accidente» de tránsito mientras se dirigía desde su trabajo en «una conocida librería de Miraflores» hacia su casa en el distrito limeño de San Miguel.

Desde luego, hay indicios que dicen mucho y a la vez no dicen nada.

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