A principios de la década de 1920, un agónico escritor checoslovaco abrumado por la tuberculosis pidió a su mejor amigo, Max Brod, que tras su muerte destruyera —entre otros manuscritos— tres novelas que había dejado inacabadas. Brod, en uno de los actos de traición más afortunados de la historia, tomó los manuscritos y en vez de echarlos a la hoguera los llevó a la imprenta. El resultado: tres de las mejores obras inacabadas de la historia de la literatura: El Proceso (1925), El Castillo (1926) y América (1927). El nombre del autor —que a fin de cuentas sucumbió ante la tuberculosis en 1924— era Franz Kafka, pero si no hubiese sido por la deslealtad de su amigo quizás muy poco supiéramos hoy de él, y el término kafkiano —hoy aceptado incluso por la Real Academia y por las lenguas de todo el mundo— no existiera para definir las situaciones absurdas, angustiosas e incomprensibles que cualquier individuo habrá experimentado más de alguna vez en su paso por este mundo.
Junto con La metamorfosis (1915) —uno de los pocos trabajos que publicara en vida—, las tres novelas inacabadas de Kafka son las obras más influyentes de la literatura del resto del siglo XX; y lo que muchos no saben es que, directa o indirectamente, lo son aún en nuestros días. La traición de Brod ha sido uno de los acontecimientos más determinantes en la historia de la literatura universal.
En la Rusia zarista del siglo XIX, un hombre de 28 años estuvo a punto de ser fusilado por haber participado en reuniones clandestinas organizadas por grupos comunistas. Un mensajero del mismo Zar llegó justo a tiempo para impedir la ejecución. Al joven rebelde se le perdonó la vida a cambio de cumplir diez años de destierro en la gélida Siberia (cuatro años de trabajos forzados y seis años más como ingeniero militar al servicio del Ejército ruso). Su nombre era Fiodor Dostoievski, pero si el mensajero del Zar hubiese llegado apenas medio minuto tarde, hoy nadie supiera de quién se trata, ni pudiéramos mencionar obras imprescindibles y universales como Crimen y castigo (1866), Memorias del subsuelo (1864), El idiota (1869) o Los hermanos Karamazov (1880); y talvez nunca hubiésemos concebido el concepto de realismo psicológico y unos tales Freud, Nietzsche, Camus, Sartre y tantos otros —inclusive el mismo Kafka— jamás hubiesen escrito las cosas que escribieron, y de la forma que lo hicieron.
La historia directa e indirecta de la literatura está llena de momentos cruciales como los que les acabo de contar.
Durante la Primera Guerra Mundial, un joven estadounidense, en aquel entonces un tal Ernest Hemingway, sirvió en el Ejército italiano como conductor de ambulancias hasta que fue herido de muerte. Para entonces no había publicado ni una sola de las diez novelas y las decenas de cuentos que más tarde le valdrían el Premio Nobel de literatura. Hemingway sobrevivió y vivió lo suficiente como para volver a escapar de la muerte muchas veces más a lo largo de su vida —episodios que incluyen, entre otros, dos accidentes de avión—. Una vida aventurera lo llevó a ser parte de la Génération perdue en el París de los años veinte, corresponsal de la Guerra Civil Española, aficionado a las corridas de toros, expedicionista en el Congo y pescador en las costas cubanas, para luego regresar a Estados Unidos y meterse en la boca el cañón de una escopeta con la que se entregó voluntariamente a la muerte en 1961. Afortunadamente para entonces —ahora sí— ya había dejado como legado una obra con títulos como Adiós a las armas (1929), ¿Por quién doblan las campanas? (1940) y El viejo y el mar (1952), por mencionar algunos. Pocos años antes de morir, en un viaje a la capital francesa, se acordó de unos baúles con manuscritos que había dejado olvidados treinta años antes en el hotel Ritz. De aquellos manuscritos recuperados milagrosamente, surgió París era una fiesta (1964), sus memorias parisinas publicadas póstumamente.
Nunca sabremos qué estrella habrá acompañado a Hemingway, o más bien, a su obra, para que hoy podamos contar con ella. Su sola existencia es un auténtico milagro al igual que también lo fuera la vida de su autor.
Ernesto Sabato, en algunos de sus últimos ensayos-memorias (creo que en el libro Antes del fin, si mi memoria de lector no falla) confiesa haber considerado muy seriamente el suicidio mientras se encontraba a orillas del río Sena, en París. Para aquel entones, y si mis cálculos no son malos, Sabato ya habría recién pasado las tres décadas de vida, y creo que recién acababa de abandonar las ciencias exactas para refugiarse en el arte y la literatura. Sin embargo, su crisis existencial fue tal que estuvo a punto de palmarse en el Sena sin haber escrito antes ensayos como El escritor y sus fantasmas (1963), La resistencia (2000) y, además, una obra que a más de medio siglo de haber salido a la luz aún conservaba la fuerza suficiente como para revolucionarle el pensamiento y cambiarle la vida a un tipo como yo: Hombres y engranajes (1951). En medio de este mismo “hubiese” inexistente, tampoco existiría Sobre héroes y tumbas (1961), y quién sabe entonces cuál hubiese sido la mejor novela argentina del siglo XX según la crítica. Y hablando precisamente de novelas de Sabato, olvidé decir que como resultado de aquel conflicto existencial nació El túnel (1948), que con todo el enorme pesar que naturalmente nunca hubiésemos llegado a sentir, también se hubiese hundido en el Sena junto con su autor.
Todas estas obras son sólo algunas de las que hoy existen milagrosamente tras escaparse de las sombras del “hubiese” que las hubiese —valga la redundancia— guardado eternamente dentro del cajón de una insospechada existencia. Sin embargo, nunca sabremos cuáles son las obras que no corrieron con la misma suerte, cuyos autores quizá no tuvieron el tiempo suficiente como para hacerlas realidad. Nunca sabremos hasta dónde hubiese llegado Delmira Agustini, una joven poeta uruguaya que a principios del siglo XX y con tan solo 27 años murió asesinada por su amante y ex marido; tampoco sabremos con qué propuestas Rubén Darío hubiese hecho frente al Vanguardismo de no haber sucumbido ante la cirrosis que en el León de su infancia de “poeta niño” le puso fin a sus días a la edad de 49 años. Tampoco sabremos si Virginia Woolf (que en 1941 llenó su abrigo de piedras para hundirse en un río) o Albert Camus (que murió trágicamente en un accidente automovilístico a la edad de 46 años) escribieron todo lo que tenían que escribir, o si murieron sin haber llegado a crear la obra maestra que sin duda alguna habrían sido capaces de crear.
¿Cuántas obras más se habrán perdido de la misma forma en la inexistencia, sin que nos hayamos dado cuenta?
†