Tenía preparado otro texto breve para esta semana. Sin embargo utilizaré este espacio para unirme a una manifestación colectiva de posición contra el punto resolutivo que el Congreso aprobó el pasado martes, en la que se niega el genocidio en Guatemala, aduciendo como justificación el deber ciudadano de guardar una conducta fraternal entre sí. Ya todos estamos enterados de la sucia manipulación legal que le concedió a Ríos Montt la libertad una vez fue condenado. Sabemos que incluso se trató recurrir a darle vueltas semánticamente al término, haciendo de la vista gorda lo estremecedor y desolador de las declaraciones. Aunque muchos no seamos entendidos en materia de derecho, sí intuimos cuando algo huele a podrido y ese fue el olor que sentimos hace un año.
El hecho es que el Congreso tomó como suya una decisión que no le compete, que ni siquiera le compete al Estado y es la de manipular tendenciosamente la verdad histórica y acomodarla a los intereses de sus jefes. Resulta incluso absurda la acción: es como decir o desfigurar la concepción que se tiene de los hechos del pasado a través de un punto resolutivo. Muchos podrán decir que la generación nacida después de 1985 ningún derecho tiene de opinar respecto del conflicto. Que no podemos tomar una posición y manifestarnos en su favor, pues no vivimos la guerra. Lo cierto es que quienes afortunadamente no sentimos ni vivimos directamente el conflicto somos los que más derecho tenemos a juzgarlo imparcialmente. Y poco sabemos del dolor y de las dificultades que por entonces reinaban, las desconocemos, pero es obligación enterarnos de lo que pasó. Conocer nuestra historia.
La reacción de la sociedad ante el punto resolutivo es un poco más que desoladora. No se dan cuenta que así como se resuelve que no hubo genocidio, el Congreso puede resolver y manipular cualquier otro punto de nuestra historia, centralizando el poder y violentando cualquier mínimo principio del circo de democracia en el que vivimos. No solo es un hecho indignante para las víctimas que claman justicia, representa una toma de posición directa de parte del Gobierno que favorece a una minoría de personas. Una decisión que por absurda que pueda sonar, se está patentizando frente a las narices de todos. Al parecer, a los capitalinos les indignó más la captura del Pirula, líder de la porra de Municipal (teatro mediático para la ocasión). Hasta hubo personas que maquinaron la idea de ir a manifestar por su liberación cuando sus derechos estaban siendo ultrajados. Así como se resolvió la inexistencia del genocidio, se puede resolver, por ejemplo, que es un delito afirmarlo y comenzar un ciclo nuevo de violencia, totalitarismo y terror. Qué miedo, ¿o no?
Una hermosa paradoja surge de la ignominia. El jueves, Editorial Cultura presentó en el Centro Cultural de España el libro Poemas del volcán de fuego de Luis de Lión, el mismo día que el autor cumplía cien años de haber sido secuestrado y desaparecido por la Inteligencia Militar. El libro es un poemario amoroso en el que se siente la más pura y ferviente honestidad. El acto se llevó a cabo como una ceremonia de respeto a la memoria y de resistencia, tenue pero asidua. No se celebraron los treinta años de su desaparición, sino que se celebró la esperanza que reposa en la palabra, que sobrevivió a su muerte. Ante esta desfachatez histórica que estamos viviendo, lo más digno es creer en las palabras. La poesía es el Dasein histórico de un pueblo, escribió alguna vez Heidegger. Así prefiero creer en El tiempo principia en Xibalbá, que es uno de los libros más hermosos que durante el siglo pasado concibió nuestra literatura. Creo en su idioma, en su exquisita provocación. Creo en la perfección de su estructura y en la armonía de su articulación lingüística. Junto con Luis de Lión creo también en tantos escritores muertos o desaparecidos en los años tortuosos que hoy pretenden borrar de nuestra memoria, sin darse cuenta de que son ellos, precedidos de quinientos años de sufrimiento los que definen las relaciones sociales que hoy tenemos. Creo en Otto René Castillo y en Roberto Obregón, en Alaíde Foppa. Nombres que engrosan la lista de las doscientas mil víctimas del conflicto. En cambio, no creo en cualquier sucia manipulación legalista que pretenda derrumbar estas creencias.
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