Yo crecí rodeada de libros y me atrevería a decir que lo mismo nos ocurrió a casi todos los que estamos en (Casi) literal. Hay un cierto tipo de mirada, una forma de comportarse, de opinar, de relacionarse con el mundo que es muy típica de la gente que cree que lo sabe todo porque ha leído mucho. Y no, no lo digo a broma porque yo soy una de esas personas. Siempre lo he sido.
Cuando yo era pequeña mi papá me leía la Fundación de Asimov. Cuando me quejaba de lo complicada que era la historia cambiaba al Hombre bicentenario, también de Asimov. Debo haber escuchado ese cuento millones de veces, siempre fue mi favorito. Es más, creo que me quejaba a propósito para escucharlo de nuevo, pero mi papá era más inteligente que yo: después de un rato descubrió mi truco y regresó a la Fundación.
No fue sino hasta que cumplí quince años, en una conversación casual con un profesor de escuela, que entendí que Asimov no era lectura común para niños pequeños ni adolescentes. Es más, “a veces ni para adultos”, sentenció mi profesor. Pero yo leía a Asimov. Amaba a Asimov. Amaba también, de la misma manera, a Verne, a García Márquez, a Hemingway y a Cortázar. Los amaba porque nadie nunca me dijo que era muy pequeña para amarlos y porque nadie nunca me prohibió leer.
La situación llegaba a tal punto que una vez, cuando tenía diez años más o menos, descubrí un libro en mi casa llamado “Los secretos que la Iglesia no quiere que sepas”, o algo por el estilo. Como en mi casa nada estaba prohibido me pareció normal tomarlo y leerlo. Meses después habría de escandalizar a mi abuela al decirle que no se preocupara por Jesús, que yo había leído que él y María Magdalena se habían casado y había tenido una bonita familia.
Cuando cuento esto la mayor parte de la gente se ríe. Y sí, esto provoca un poco de risa pero además, un poco de envidia. De niños es el mejor momento para aprender cosas, dicen los psicólogos. Los niños aprenden más rápido, tienen menos ideas preconcebidas, son más imaginativos. O, lo que es lo mismo, los niños no saben qué no se puede hacer, así que lo hacen. Creo que este fue mi caso
Yo de niña aprendí que no había secretos, no había tabúes. Que los libros eran para leerlos, para disfrutar, para aprender. Que cuando leía algo y no le entendía podía preguntar y que era bueno saber de todo.
†
¿Quién es Lissete E. Lanuza Sáenz?
Yo también leía en casa todo lo que había a mano (que era TODO). Recuerdo muy bien que mi abuela tendía hojas de diarios viejos para secar el piso después de limpiar… Y tengo grabada la imagen de mi hermana y mía leyendo los artículos, ¡de pie y con los cuellos torcidos!
También leía a Asimov, Verne, Borges, Cortázar y Tolkien cuando era muy chica y nunca pude detenerme desde allí.
Con mis hijos pasó lo mismo. Y sí, todos tenemos esa mirada: la certeza de que, aunque es poco sabemos, todo puede saberse… Sólo hace falta encontrar el libro en donde esté escrito y sabemos dónde encontrarlo.
Gracias por este artículo, Lissete.
Yo leía todo, así como tu. Estoy de acuerdo! Solo es cuestión de encontrar el libro. 🙂