“Y empecé a pensar seriamente en la posibilidad de intentar hacer realidad un sueño muy lejano: poner una librería como la que a mí me hubiera gustado visitar como lectora asidua que siempre había sido”.
Marilyn Pennington
Hoy 20 de octubre se conmemora el Día de la Revolución de 1944 en Guatemala, que marcó un periodo conocido como Primavera Democrática. Un esplendor de modernización en el sentido amplio entre dictaduras, oscurantismo y retroceso enfangado, mediocre y carroñero. En otro 20 de octubre pero de 1978 asesinaron a la joven promesa Oliverio Castañeda de León, que también era espejo de una generación que quería revivir esa revolución que fue apagada por la oligarquía y los militares cobardes y asesinos que van muriendo lento en impunidad y camas confortables.
Después de ese brevísimo resumen político-histórico que puede no explicar mayor cosa, quiero detenerme en qué significa revolución (advierto que odio la manía legal de circunscribirse a la Real Academia Española para rendir honor a ese vestigio colonial). Revolucionar me suena a revolcar, remover, quitar de su sitio, destruir algo y volver a formar en su lugar algo nuevo. Me remite a esa memoria lingüística que existe sin mayor instrucción en las palabras: a movimiento intenso y fuerte, a grito, a un rostro al aire con sed de soñar.
De lo que quiero hablar es que en medio de esas revoluciones que se apagan aceleradamente en fascismos latinomaricanos cristianos, encontrar refugios y lugares seguros no es sencillo, mucho menos construirlos, ofrecerlos y mantenerlos abiertos como brazos extendidos y dispuestos a contener cualquier cosa. Claro, hay refugios de refugios y este, lastimosamente, no asilará a migrantes como quisiéramos, pero quizá de otro modo.
Hace más de diez años, un hilillo de libros y vidas me hizo conocer un refugio único en un país como este: devastado, desigual, reprimido, alcohólico, despojado, silenciado, injusto. Este refugio consistía en un local en la Avenida Reforma en la ciudad de Guatemala, y tenía todo lo que alguien de 21 años (rarita como yo) podía necesitar para sobrevivir: café, libros y gente enamorada de ellos con la que se podía conversar de todo.
Cuando conoci el primer local de la librería Sophos supe que volvería una y otra vez, incluso cuando no podía pagarme nada y solo podía conformarme con ojear y hojear. Como en las buenas historias, una mujer construye la fantasía y acierta al ser precursora, gestora y guía. En mi historia con Sophos fueron dos mujeres: Marilyn Pennigton, quien tuvo esta brillante idea, logró compartirla y hacerla crecer (aquí cuenta ella misma estos inicios), y Gabriela Navassi, la primera librera (como oficio) que conocí y a quien le deberé eternamente la profundidad y delicadeza de las cosas.
Sophos, entonces, fue el lugar del antes y del después. Encontré amor en el café con crema que no está en el menú, en la sopa de arveja con menta, en la mermelada de chile pimiento y el pie de pecanas, en el primer club de lectura variopinto y singular que no necesitaba una temática específica y en el cual leí de todo lo que no pude leer en la carrera de Letras en la universidad.
Para mí esta librería sigue siendo un refugio, incluso después de que se mudó de local en noviembre de 2008 y pese a todas las críticas que puedan generar los precios de los libros, que pagan más impuestos que la cerveza en este país. En las mesas del café, porque es un café-librería, he tenido las conversaciones más serias y alegres de mi vida. Ha sido lugar de primeras veces e incluso escondite cuando hay que huir hasta de los propios pensamientos. En esta librería tuve mi trabajo más corto (dos o tres días, espero que me hayan perdonado esa inestabilidad). Diez años después, participo en uno de los clubes de lectura a los que les han dado espacio, y me lo estoy disfrutando.
Gaby Navassi estaría muy orgullosa de ver cómo ha crecido Sophos, amaría las hermosas ediciones ilustradas o de pasta dura que trae de algunos de sus autores favoritos. Seguramente, mejoraría las secciones de literatura infantil y juvenil (arquearía las cejas y se tocaría la nariz al ver algunas cosas), y recomendaría libros que ni siquiera se sospechan, como lo hizo siempre. Esto lo imagino, como cuando se añoran situaciones que no sucederán pero que dejan sonrisas.
Lo que sí sucederá es que Sophos tendrá larga vida y muchas más lecturas, y espero que siga siendo uno de mis refugios por otras décadas más. Esta librería revolucionó de alguna manera el espacio de la lectura y los libros con pequeños y grandes actos de fe. Marilyn Pennigton creyó que Guatemala necesitaba este lugar y acertó. Este 2018 cumple 20 años, uno menos de cuando me abrió los brazos, las ventanas y los mundos.
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