La homosexualidad no se aprende, la homofobia sí


Lahura Emilia Vásquez Gaitán_ Perfil Casi literalUno de los principales mitos homofóbicos para justificar que no se debe permitir la adopción de niños por parte de parejas del mismo sexo es decir que los menores van a adquirir las orientaciones sexuales de sus padres. El mensaje que predomina en quienes piensan de esta forma es que la orientación sexual se aprende a partir del ejemplo y lo único que se me ocurre pensar es que esa opinión surge de la experiencia propia. Imagino que todas las personas que sostienen ese argumento vieron a sus padres ser heterosexuales y lo aprendieron. De ahí que les produzca tanto pánico convivir y entender a las personas LGTBI. ¡Menuda y voluble heterosexualidad de quienes piensan así! No es mi intención cuestionarles si así lo han vivido, pero me es imposible entenderles porque mi experiencia ha sido completamente diferente.

Estaría en el kínder cuando aquel niño blanco, gordito, de pelo azabache e hijo de la señora que vendía las tortillas ya me arrancaba profundos suspiros y me despertaba la más ingenua candidez. Y es que desde que tengo uso de razón me han gustado los niños. Con los años, a raíz de entender que la cultura y el entorno tenían un enorme peso sobre nuestro inconsciente, no tardé en cuestionarme si mis preferencias sexuales en verdad eran mías o más bien el resultado del aprendizaje cultural. Recordé aquel maestro que me enseñó que la calidad de mis decisiones y opiniones estarían mediadas por el conocimiento que tuviera. Mientras más formada e ilustrada estuviera al respecto, mis probabilidades de tener criterios propios y libres de manipulación serían más altas. Fue entonces cuando me di la oportunidad de regalarme espacios, tiempos, libros y, sobre todo, personas y experiencias diversas. Concluí que la orientación sexual no se aprende, ni se decide, ni se elige y menos se prefiere. Tan solo se siente.

¿Cómo estamos tan seguros de lo que decimos «ser» si el menor acercamiento a algo diferente nos produce pánico? ¿Cómo se puede hablar con autoridad sobre algo que ni siquiera nos atrevemos a ver de frente? ¿Cómo podemos ser tan duros y absolutos al emitir juicios de valor sobre cosas que desconocemos? Lamentablemente, el prejuicio homofóbico tiene su génesis en una profunda ignorancia y en una injustificada supremacía moral de un grupo cuyo único gran mérito es ser mayoría.

La falta de valores morales es otro mito que se atribuye a la comunidad LGTBI. La mayoría de los estudiantes con quienes he trabajado, si no es que todos, provienen de hogares conformados por parejas heteronormativas. Me entristezco al ver en muchos de sus comportamientos pequeñas acciones que de forma temprana van evidenciando la ausencia de bondad, solidaridad y ternura. Estoy convencida de que la heterosexualidad no es garantía de tener sentido ético y que no existe ninguna evidencia que muestre una escala de valores superior en este grupo de personas. Por el contrario, los sonados casos recientes de abusos a menores no han sido provocados precisamente por personas LGTBI sino por una de las instituciones que, paradójicamente, más se ha jactado de promover la moralidad y las buenas enseñanzas: la Iglesia.

«Las odio Lahurita», me comentaba una mujer. «Es que usted no sabe lo que es ser acosada por una persona así. Cada día del colegio aquella mujer no me quitaba la mirada de encima. Estaba obsesionada conmigo y por eso las detesto». De esta forma justificaba su odio a las lesbianas. La entiendo porque he vivido una situación muy similar, pero a diferencia suya, a mí me ha ocurrido prácticamente toda la vida. Ya quisiera yo que hubieran sido miradas libidinosas, pero no. Cientos de hombres muy «normales» y «bien» heterosexuales se han dedicado a acosarme desde que tengo uso de razón y, siendo una niñita, el hijo de trece años del ejemplar matrimonio cristiano y muy heterosexual de la casa vecina ya me había requetetocado el culo mucho más de un par de veces; pero no: no odio a todos los hombres por eso.

Con frecuencia se utiliza una conducta reprochable para justificar un odio que no tiene que ver con la conducta en sí sino con quien lo hace. Basta hacer una entrevista callejera y en segundos sabremos quiénes son los acosadores número uno a nivel mundial: los hombres bien heterosexuales, cuyas prácticas no parecen ofuscar ni ofender tanto al resto. De igual manera, todos hemos visto el tratamiento «especial» que se ha dado a los sacerdotes pederastas dentro de la iglesia. ¿Crítica? La más suave. Pero, vamos, que si Juan le da un beso en la boca a Pedro en el parque es un atentado imperdonable a la moral —aparte de asqueroso y repulsivo— ¿Niños abusados sexualmente? «Bueno, eso no lo es tanto y además podemos discutirlo».

¿En qué momento el amor se convirtió en pecado? Que los prejuicios y fanatismos pretendan convencernos de que hay maldad en amar a otro ser humano es reírse un poco de nuestra capacidad de razonar. La orientación sexual es un estado que se siente y, para sorpresa de muchos, puede ir y venir a lo largo de la vida. La gran mayoría de los problemas en el mundo surgen por la falta de amor, no porque lo haya. Una realidad debe quedar clara: heterosexuales y homosexuales vivimos el amor casi de la misma manera. No hay mayores diferencias y, por suerte, todos tenemos la posibilidad de sentirlo.

Ojalá llegue el día en que dejemos de preocuparnos por la homosexualidad y le prestemos atención a la homofobia. La primera no causa daño a nadie, libera a quien la siente y tiene efectos pedagógicos en el resto: nos enseña a respetar y aprender de la diferencia. La segunda no solo discrimina, sino que le otorga una posición de superioridad a unos y convierte en víctimas de opresión a otros. La homofobia es altamente peligrosa porque, además de juzgar, azotar y discriminar, también mata.

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