Otra mirada a Managua en las Crónicas de la ciudad de David Rocha


Luis Baez_ Perfil Casi literalManagua es un objeto literario complejo y elusivo: una superposición de (pos)modernidad forzada y escombros, más de la memoria que de la historia; un espacio habitado por personajes que parecen espectros del pasado o del futuro, nunca del presente. Es también una ciudad vulnerable, atravesada por numerosas heridas que nunca hubo tiempo de sanar y por silencios que siempre fue conveniente guardar.

Una herida que persiste con todo y sus silencios en el tejido social, no solo de Managua sino del país, es la que dejó la guerra de la década de 1980 y el fracaso del proyecto revolucionario sandinista. Estos acontecimientos supuraron pura marginalidad para el futuro: centenares de miles de ex-movilizados que perdieron la oportunidad de una educación formal por cumplir con el servicio; o si no, lisiados y huérfanos de ambos bandos lanzados al desamparo y a la criminalidad por la democracia neoliberal y sus pactos con el sandinismo.

Durante la década de 1990 quienes sobrevivieron a la guerra contribuyeron a engrosar las filas del infraproletariado capitalino. Locos, indigentes y mendicantes, asaltantes a mano armada, travestis, huelepegas, carretoneros, expendedores de droga, putas e hijos de puta, pedreros y demás siguieron librando una guerra sin cuartel para resistir a la violencia cotidiana de una ciudad que los empujaba hacia sus márgenes, hacia sus periferias más inhóspitas. Así, Managua amontonó su miseria en esa otra herida que también persiste de forma evidente en su paisaje urbano: los escombros que, en las costas del Xolotlán, dejó el terremoto de 1972.

El relato de esos paisajes, esas heridas y esas voces ocupan un lugar igual de marginal en nuestra literatura y en nuestra memoria. Managua Salsa City (Editora Géminis/UTP, 2000), del guatemalteco-nicaragüense Franz Galich, tiene el mérito, más político que literario, de ser una de las pocas obras de la posguerra que con genuina curiosidad novelística intenta poner el dedo en una de esas llagas de la capital. Algo parecido es lo que logra —con mucha mejor suerte literaria y dos décadas más tarde— Crónicas de la ciudad (Fondo Editorial Soma, 2019) de David Rocha (Managua, 1990), libro de relatos que pone sus armas en función de recuperar del olvido las voces de quienes, ya no por su condición de clase sino por su orientación sexual, fueron ocultados y marginados por sectores abiertamente conservadores e incluso por los más progresistas de la izquierda nacional.

Tal es el caso de un grupo de «hombres y mujeres travestidos» que desde la avenida Roosevelt, en el cuento «La Sebastiana», resisten con determinación —al margen del desarrollo de la lucha sandinista y de la modernidad somocista— la violencia sexual infligida en su contra por la Guardia y por el conservadurismo tradicional. Es por ello que en «Ficciones urbanas», sección del libro que contiene dicho relato, no nos encontramos ante una reconstrucción del pasado en el sentido tradicional de la ficción histórica latinoamericana, sino ante el tipo de escritura que quita a la Historia de su lugar inamovible en la memoria colectiva para arrastrarla hasta el presente, interrogándola, torturándola y, con las armas del lenguaje, haciéndola confesar todo lo que por pudor o compromiso tuvo que callar.

Un presente por lo demás fallido que solo se puede comprender con un deje de cinismo, como el que se muestra en «Deseos zigzagueantes», la primera sección del libro, en cuyas páginas aún retoza el amor posmoderno, consumado en el roce y en el (des)encuentro fugaz y suspicaz de los cuerpos. Así, el acto carnal se consuma y de nuevo se enuncia como un acto político que postula y reivindica una identidad subalterna. Es por ello que el carácter subversivo de este «lirismo cochón» de Rocha es radicalmente romántico, porque también se trata de una experiencia del amor que se asemeja más al vacío discursivo que dejó su utopía en la experiencia cotidiana; como si la búsqueda de ese amor utópico, que de antemano se sabe irreal, fuese solo un pretexto para recorrer los escombros físicos y textuales de la ciudad, un presente narrado desde la mirada íntima, profundamente subjetiva, de un escritor que viene de las periferias, como el mismo Rocha ha señalado.

En la ciudad interior de Rocha podemos reconocer a la Managua en la que todos los demás vivimos porque interioridad y exterioridad nunca dejan de estar codeterminadas. Managua es un objeto literario complejo y elusivo si se concibe desde narrativas que tiendan a la totalidad monolítca (textual, sexual, social, política). Las memorias y las subjetividades siempre fueron un obstáculo o un dato trivial, relativizable u homogeneizable para esas narrativas. La escritura literaria podría ser, desde este punto de vista, una forma de intervenir el espacio en el que tradicionalmente se ha enunciado este relato para subvertirlo y visibilizar en él aquellas voces acalladas por las manos duras de la historia.

Me permitiré una breve digresión a propósito de un artículo anterior de esta columna. Durante las sesiones de #Los2000, lo que quizá pudo ser una fértil contraposición de puntos de vista ideológicos se redujo a las consecuencias estéticas de estos. Muchos declaramos, no exentos de maniqueísmo, que el desarrollo de la literatura nicaragüense a partir de la posguerra oscilaba entre un interiorismo carlomartineano fiel a la calidad literaria de la escritura (hacia el cual parecía mostrar simpatía la mayor parte de la «generación») y un exteriorismo cardenaliano dispuesto a sacrificar dicha calidad a favor una suerte de demagogia poética y que, además, parecía ser percibido como anacrónico.

Nada más inútil y masturbatorio que mantener la discusión dentro de esos límites. Nada más dócil para la perpetuación de una tradición agotada ni más útil para la reproducción de esos discursos monolíticos y totalizantes que una generación con miedo o pereza del pensamiento crítico. El pesado cadáver de la tradición literaria nacional sigue siendo un tema no resuelto por las actuales generaciones de escritores nicaragüenses. «La sexta parte del texto Lirismo cochón de Rocha», dice Tito Valle en un tuit, «es capaz, uno de los escritos más modernos y disruptivos de la lit. Nica. No precisamente porque se aleja de la tradición, más bien, la agarra y le pinta cejas, labios, le pone pestañas y tacones a PAC [Pablo Antonio Cuadra]».

Considero que la apreciación de Valle expresa muy bien en lo formal lo que yace en el fondo político de la escritura de Rocha. Un fondo político que irrumpe en el aburrido y perezoso panorama de las actuales letras nicaragüenses no desde mesas financiadas por la cooperación internacional ni desde guiones pre-concebidos por quienes gestionan los espacios del pequeño y casi artesanal poder cultural local, sino desde las calles, desde los buses, los cauces, los paisajes y las voces ocultadas de la ciudad que son la materia prima de la escritura de Rocha. Yo pienso que hay que celebrar que esas limitaciones maniqueas, profundamente alienadas y expresadas por mi generación han sido sanamente ignoradas por escrituras que, como la de Rocha, luchan por recuperar un espacio para las memorias en las fisuras del monolito de la Historia y la tradición literaria nicaragüense.

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