La década del noventa ha sido motivo de un reciente interés crítico como punto de partida para una nueva serie de propuestas estéticas y culturales en Guatemala. Estas manifestaciones convergen cronológicamente con la firma de simbólica de la paz en el 96, que ponía fin a un conflicto bélico de más de tres décadas, que, a pesar de sus peculiaridades, podría ser llamado civil por estar ligado al enfrentamiento de dos polos ideológicos. Durante la guerra, las propuestas artísticas habían sido ejes de resistencia intelectual que apoyaban, en su mayoría, las causas de la izquierda. Todos tenían como común denominador la valoración de elementos sociales como convergencia temática, asumida como una forma de responsabilidad intelectual, que acarreaba en contra de sus creadores alguna forma de represión y censura por parte del poder hegemónico, representado por la oligarquía y su manifestación armada: el ejercicio del poder a través del Ejército.
Como parte de este movimiento posfirma, que no convendría llamar posguerra por su ruptura con la concepción histórica que se ha establecido en relación al término, surge la Editorial X. Una editorial con un discurso contestatario y rebelde. A pesar de que su función fue básicamente la de publicar a autores inéditos y rechazados por el medio académico, conformó posteriormente un movimiento literario contracultural que rompía con lo que se aceptaba entonces como literatura. Los autores publicados por Prado en la editorial compartían la rebeldía y la juventud. El deseo de luchar contra el establecimiento literario guatemalteco e impregnarlo de un vigor y una energía muy juveniles.
Otras características de los escritores de la década de 1990, descritas por Rosina Cazali, eran la identificación con los escenarios culturales populares que habían producido el movimiento de la música rock, la irritación sentida por la etiqueta de posguerra y la necesidad de la literatura guatemalteca de no estar confinada a los estrechos límites de lo nacional. Así, los autores de esta generación negaban toda responsabilidad sobre el período de guerra y sobre las decisiones que concluyeron con la firma de la paz.
El libro negro de Estuardo Prado forma parte de este fenómeno. Publicado por primera vez en 2000, ha sido recientemente reeditado por la editorial Germinal, de Costa Rica. El libro se estructura en dos partes. La primera imita el formato de un canal televisivo y hace uso del modelo de anuncios publicitarios para presentar productos especialmente particulares. Transgrede las concepciones moralmente aceptadas de la sociedad de la que es producto. Se podría afirmar, incluso, que no se percibe la lectura de un estamento moral detrás del texto. Su lectura provoca en el espectador una sensación similar a la que provocan las películas de John Waters. La segunda parte de libro adopta la forma de una encuesta publicada en una revista en la que se determina qué tan adicto al crack es el lector-interlocutor imaginario del texto. Al final de interpelar al lector por algunas situaciones, el libro felicita a los adictos que han “logrado llegar a ser la peor pesadilla de la sociedad”.
En el desarrollo histórico de la noción de cultura, su concepción está ligada al arte que cronológicamente coincide con ella. Así, si se entiende por cultura como “modo de vida” dominante con el que los juicios estéticos y morales muestran una íntima relación, con Prado se podría hablar de una estética de la fealdad, o una estética de choque que estremezca los valores morales del lector. Esta concepción artística es una consecuencia del período histórico en el que el libro surge. Se trata de un contexto de desencanto y violencia. La obra de arte emerge con desesperación como un registro fatídico y a la vez violento de una época convulsa. Una posmodernidad, reducida siempre al espacio urbano, en la que confluyen los valores de una tradición moribunda ante la relatividad moral de la época.
Está escrito en un formato relativamente pequeño, desde el tamaño de sus páginas hasta su extensión. Comienza haciendo alusión a la septuagésima tercera encarnación de Cristo, que aparece retratado como un drogadicto involucrado sexualmente con una prostituta. Luego, se describe la programación de un canal de televisión, “Canal 1 ®”, cuya retórica hace alusión al formato comercial de los canales de televisión dirigidos a la sociedad del consumo. La diferencia es que tanto la programación como los comerciales de “Canal 1 ®” tienen una perspectiva moral viciada, hacen referencia a temas que rebasan los límites morales de cualquier sociedad, como el consumo de drogas, el sexo, la prostitución, violencia intrafamiliar, entre otros. El autor exagera estos límites y juega así con la tolerancia del lector hacia ciertas escenas, como una en la que una madre, hastiada por las molestias de su bebé, destroza el cráneo de su hijo recién nacido contra la pared. Esta escena, proyectada en “Canal 1 ®” como un anuncio publicitario de una empresa que se encarga de la recolección y el uso útil de niños no deseados (venta de órganos y proteína para la elaboración de concentrado). La postura moral no es parecida a la relatividad moral de la posmodernidad. Hace referencia más bien a la parodia de una sociedad “contra-moral”, en la que se valora de forma antagónica a cualquier juicio ético elaborado por una sociedad occidental u occidentalizada.
Existe una clara postura de rechazo respecto de las prácticas religiosas en general y de las prácticas cristianas en particular. Desde el inicio de la obra esta postura se manifiesta al retratar a Jesucristo recién salido de un cuarto de hotel del que se roba una sercha para elaborar una aureola. Este Cristo muere apedreado a la entrada de una iglesia luego de que los fieles razonan que en realidad se trata de Dios, se iría al cielo, donde tiene que estar; “y si era el diablo o un loco hijo de puta se iría al infierno (también el lugar en donde tiene que estar el maldito)”.
En el ámbito sexual, los límites morales se ven cuestionados hasta el punto de despertar el rechazo del lector. Se trata de una especie de estética de choque y repulsión, por la inexistencia de una moral definida. Dentro de la estructura televisiva que reproduce el libro, aparecen anuncios publicitarios que invitan al espectador a “arrendar” un esclavo sexual con algún tipo de discapacidad, retraso mental, problemas de movilidad, paraplejia, cuadraplejia, síndrome de Down, etcétera. Y se burla del discurso paternalista de las instituciones que tratan con estas personas, al retratarlo como “políticamente correcto” al terminar el anuncio diciendo que “estos son seres especiales que necesitan sentir su cálido amor dentro de ellos”.
El humor que manifiesta Estuardo Prado tiene las características del humor negro. Dentro de la crítica áspera y la presentación de imágenes y situaciones grotescas, está presente siempre una sonrisa ácida que se basa en ridiculización y el sufrimiento al que son sometidos algunos personajes, reforzada por la utilización abierta del habla urbana, tal cual.
A través del tiempo, la editorial X y la propuesta estética que acarreaba sobre sus hombros ha sido considerada como una entidad casi mesiánica en el desarrollo de la literatura nacional, y su labor como una labor que se presta a una valoración histórica para el desarrollo de la literatura en Guatemala. Es interesante que el rumbo que toman algunas instituciones culturales de la presente década apunta hacia una línea, si no nacionalista, por lo menos consciente de su propia historia nacional e identitaria. Del conjunto de relaciones sociales de las cuales son producto. Sin embargo, lejos de haber llegado a su caducidad, se percibe en las páginas de libros como el de Prado una provocación muy vigente aún para concepciones artísticas anquilosadas.
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