La residencia del poeta era una isla de palabras, una casa llena de libros o sueños, pero siempre lejana mientras él recorría con la vista cansada un lugar ajeno. Casi siempre ese lugar era también un lugar triste en el que era muy fácil sentirse solo, en el que las fiestas y los jolgorios tenían siempre el gusto apacible de la distancia. Pareciera por momentos que para escribir tal título y el libro completo, Neruda se tuvo que haber ido a algún lugar fuera del planeta. La perspectiva pareciera ser celeste, lejana, extraterrestre o extraterrenal, materializando así un mito. El mito romántico del poeta como un ser dividido, partido siempre en dos seres: el uno que vive, respira y come; el otro que está siempre alejado en un espacio insólito, en una dimensión etérea cuya visión y cuya relación siempre es inmaterial e imaginativa.
Y es que uno entiende ese aparente distanciamiento, ese carácter de navegación (la imagen del barco, el capitán, el navegante que es recurrente en algunos de sus textos, la metáfora del viaje, el carácter nómada, la resistencia a permanecer) considerando que vivió en casi todo el mundo. Hace poco una llamada telefónica de una periodista me recordó del aniversario del natalicio de Neruda. La llamada no me recordó de la fecha, de la que no tenía ni idea, sino que me recordó a Neruda. Hubo un tiempo en el que lo leí con euforia mientras construía todas las esperanzas que le concedí en ese momento a la literatura. Luego dejé de hacerlo, sucumbí de cierta forma a una crítica generalizada que surgía del ambiente: el desprecio por el intimismo, el erotismo a veces machista y la temática amorosa que de pronto comenzó a cansar.
Pareciera que hoy el mundo ha dejado, un poco, de leer a Neruda. Ha salido de las conversaciones literarias convencionales y no pasa de ser una asignación obligatoria en las carreras relacionadas con literatura o una lectura predilecta con la que algunos jóvenes enamorados o de corazones rotos sueñan o se dejan mostrar su sufrimiento.
A pesar de eso, Neruda es y será una roca inamovible: un estilo que a lo mejor no escape de los pedestales y la grandilocuencia de la retórica, ¡pero vamos! ¡Es Neruda, mierda! Un eslabón indispensable de cualquier lector de poesía que se precie: el adjetivo preciso, dulce o doloroso; el ritmo pausado de la intimidad o la oración lapidaria que trata de decirlo todo. Neruda también es el Canto general, ese enorme poema que al parecer no tiene límites ni históricos ni geográficos. Esa pequeña biblia de América Latina en la que bajo el sentido poético de lo dicho aparece lo que nos constituye: Tupac Amaru, Hernán Cortez, Alvarado, Bolívar, la invasión, la Colonia, Guatemala, Machu Pichu (cuya altura no solo sobresale en el mapa, sino también en el poema). Esa intención del poema total, generalizante y generalizador, es Neruda. Esa confianza en que el sentido poético sea capaz de contenerlo y decirlo todo, también es Neruda.
Fue despreciado en su momento por Huidobro, quien acusó su lentitud y su mediocridad. Claro, Huidobro, un amante de las velocidades vanguardistas y además, y además, enemigo político de Neruda, no podría haber dicho menos. Pero la poesía no es sólo velocidad, de hecho puede fundarse en ella. La poesía debe ser sentido, y es tal vez de lo único que no pueda prescindir. Y Neruda es sentido. Un sentido que se comprende de a pocos, que se queda resonando como una voz tenue dentro de las conciencias.
Si de escoger se tratara, yo prefiero, como se ha visto, el Canto general y Residencia en la tierra. Dos textos imprescindibles que rebasan por mucho, a mi parecer, los poemas con temática amorosa (muchos de ellos, vale decirlo, publicados sin la voluntad ni el consentimiento del autor), los sonetos, los antipoemas que también publicó en su última etapa. Aunque por ratos se vuelva aburrido, siempre se cuela entre sus versos una luz indescifrable que se sostiene sola como una estatua hermosa, enraizada en la pastosidad blanda de su voz, en la tranquilidad perenne de su mirada.
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Neruda podrá ser muchas cosas y también no ser otras tantas, pero entre las que es siempre estará el ser poeta, y entre las que no es siempre habrá que contar que no es el único.
Creo que en eso consiste la clave para leerlo: recordar que hay cientos de otros poetas.
Cuando nos topemos con alguien que está leyendo a Neruda, esto deberíamos decirle: «qué bien, pero trate de no leerlo en ayunas».
Ese conjuro bastará para leerlo con el corazón más limpio.
Neruda es el primer eslabón de una cadena cerrada.
Personalmente, considero Estravagario como su mejor libro.
Saludos.
Neruda es uno de mis poetas preferidos, me ha encantado leer este artículo.
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