Ser una maestra irreverente en Honduras


Linda María Ordóñez_ Perfil Casi literalHace unos días en Honduras se conmemoró el Día del maestro. Esto me hizo recordar que de pequeña siempre quise ser maestra. Por las tardes, al regresar de la escuela, me quitaba el uniforme de estudiante para usar los tacones, la pizarra y la tiza de mi madre. Así comenzaba mi juego donde yo era quien daba clases a mis estudiantes imaginarios.

Soy hija de una maestra, una de las mejores que he conocido. Una que me enseñó a tener empatía, a respetar, a escuchar, a dar y recibir amor a las personas, a ser valiente y transgresora. El tiempo pasó y jamás dudé que llegaría el día en que tendría la oportunidad de poder enseñar en un espacio pedagógico.

Crecí mirando a mi madre preparar sus clases, revisar tareas y exámenes, leer y estudiar casi todas las noches hasta que se quedaba dormida del cansancio y despertaba temprano al siguiente día para ir a la institución donde trabajó durante más de treinta años.

Así pasó el tiempo y llegó el momento en que tuve que decidir qué profesión estudiar en la universidad. Sin duda elegí ser docente. Mi paso por la educación superior estuvo lleno de gente maravillosa, tuve maestros y compañeros que se convirtieron en mi familia. Terminé mis estudios y estaba llena de ilusiones y ganas de enseñar. Sin embargo, mi desempeño estuvo muy lejos del prototipo de «buena maestra» que seguramente muchas personas se habían imaginado.

He tenido la oportunidad de trabajar en todos los niveles educativos, con niños de tres años hasta adultos de sesenta. Sin duda, trabajar con adolescentes en el nivel medio ha sido una experiencia que ha marcado mi vida y que me ha dado momentos aleccionadores cargados de frustración, tristeza y también de mucha felicidad.

Resultó que mis clases se convertían en largas conversaciones y cuando trataba de explicar un tema terminaba relacionándolo con alguna película o contando alguna historia cotidiana. Resultó que a veces no soportaba ver las sillas en fila y les pedía a los muchachos que hicieran un círculo. Y si el día estaba caluroso, les proponía ir a uno de los patios para hacer la clase al aire libre. También me encantaba ir a la sala de proyecciones y ver películas o documentales sobre los temas planificados en clases. No me molestaba que mis estudiantes fueran al baño o que comieran en hora de clases, entre otras licencias que tenían conmigo. Esto, sin duda, resultó extraño para algunos padres, algunos compañeros de trabajo e incluso para algunos estudiantes.

Los recreos me los pasaba en compañía de ellos a pesar de que algunas personas de la institución decían que no estaba bien que entablara amistad con los muchachos. «Los adolescentes son traicioneros», me dijeron en tantas ocasiones. No sé qué experiencias les tocó vivir a ellos, pero por fortuna yo viví todo lo contrario. De aquellos adolescentes solo recibí amor, sabiduría, confianza y muchos momentos de pura alegría.

Yo tuve que marcharme. La administración me dijo que no había presupuesto para volverme a contratar, pero solo fue una manera diplomática de decirme que no estaban de acuerdo con mi forma de enseñar y de relacionarme con los estudiantes. De eso ya han pasado algunos años. Debo confesar que en aquel momento me sentí frustrada, pero ahora soy feliz cada vez que recibo el mensaje de uno de mis muchachos preguntándome cómo estoy o de otros contándome que me recuerdan cada vez que escuchan sobre Rubén Darío, Sor Juana Inés de la Cruz o Clementina Suárez. Que me recuerdan cuando se enfrentan a injusticias y tienen el valor de alzar la voz para defenderse.

No sé si algún día volveré a tener el privilegio de impartir clases a adolescentes. Y es que al parecer ocasioné muchos problemas que iban desde contradecir algunas reglas hasta aconsejar a un estudiante de que no se quedara callado al ser acusado injustamente por una docente o por cualquier otro miembro de la institución. A la lista se le puede agregar mi imprudencia por hablar de manera abierta que no soy cristiana y de hablar sobre sexualidad y feminismo.

A veces estas cosas espantan a quienes dirigen las instituciones, pero yo me siento afortunada de saber que pude influir en la vida de muchos de mis muchachos. Me llena de amor y gratitud hacia ellos y también hacia mi madre porque ellos me enseñaron el lenguaje de la complicidad y la ternura. En realidad ellos han sido mis maestros.

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