«Cuando a una mujer le llegue su menstruación, quedará impura (…) Todo el que la toque quedará impuro hasta el anochecer (…) deberá lavarse la ropa y bañarse, y quedará impuro hasta el anochecer».
Levítico 15
«La primera vez que bajó mi regla pensé que estaba enferma y que iba a morir por la sangre color marrón que salía de mis partes de abajo. Yo tenía como trece años y no le dije nada a nadie porque me moría de la pena, corrí a meterme al río para limpiarme la sangre, estuve metida casi toda la tarde y cuando miré que pasaban las horas y no ocurría nada más, regresé a mi casa a colocarme trapos que me ayudaran a que la sangre no corriera por mis piernas. Por la noche se lo conté a mi prima y me dijo que esa era mi regla y que ahora me había convertido en señorita y que no sabía por qué casi todas nos íbamos a meter al río cuando nos venía por primera vez. Me dijo que no se lo contara a nadie, que esas cosas eran de mujeres y que a la gente le daba asco y era mejor disimular». Así fue como comenzó el relato de Janda, una amiga muy querida y cercana de mi familia en Orocuina, acerca de su primera menstruación que sucedió hace casi sesenta años.
Nadie sabe con precisión cómo se lograron establecer los tabúes en torno a la menstruación, en qué momento comenzó a verse como algo sucio y vergonzoso. Para los mayas, mexicas y otras culturas y civilizaciones precolombinas el período menstrual era sinónimo de vida, de abundancia, de fertilidad y hacía alusión a la primavera por ser la estación en que nacen las flores. La vinculaban con Ixchel, conocida como la señora de la sangre. También reconocían la conexión, el acompasamiento y la influencia que tenía la luna cuando una mujer menstruaba. «Su luna es bajada», decían. Lo consideraban un período de introspección y purificación en el cuerpo femenino, por lo que muchas eran apartadas de sus quehaceres habituales para poder recibir con tranquilidad y auto observación este regalo de la abuela luna.
Con la llegada del catolicismo y la santa inquisición a tierras americanas, nuestros aborígenes se vieron obligados a cambiar o a continuar practicando sus costumbres y creencias en la clandestinidad y ese fue el comienzo de la pérdida de mucha información y sabiduría ancestral de nuestros pueblos. A pesar de la resistencia de los amerindios por conservar sus raíces, muchos rituales de sanación a través de música, plantas, bailes, entre otras cosas, se fueron perdiendo con el curso del tiempo.
Nuestros pueblos aborígenes que honraban la sangre menstrual se vieron enfrentados a una nueva cultura llena de tabúes en la que incluía ver a este período como un momento de vergüenza, de suciedad y de castigo para las mujeres. Era un tema que ya no podía tratarse con naturalidad, al grado de que lo más conveniente era no hablar sobre ello, salvo que fuera de suma urgencia.
Recuerdo que en casa este tema jamás se abordó desde la palabra de mi madre, en su memoria tampoco existía un momento en el que mi abuela lo hubiese conversado con ella y mi madre repitió lo mismo conmigo, no por falta de responsabilidad o de amor, sino porque ella entendió que debía ser de la misma manera en que ella lo experimentó. Yo sabía que las mujeres cada cierto tiempo sufrían de dolores y de sangrados vaginales, en algún momento escuché en «conversaciones de adultas» hablar de menstruación, pero era una palabra lejana, mas no ajena, porque sabía que a cierta edad sería también mi turno de vivir semejantes cosas que, por cierto, me parecían asquerosas.
De pequeña tuve la suerte de contar con los cuidados y la compañía de mi amada tía Doris: una mujer joven, hermosa y con muchos aires de modernidad. Cada cierto tiempo observaba que de una gaveta sacaba una bolsita cuadrada con la que se dirigía al baño. No demoró en darse cuenta de mi curiosidad y un día se sentó a mi lado para explicarme para qué servía y cómo era su uso.
Mi mente quedó nublada después de esa plática. Un par de años después, mi tía ya no estaba en casa porque había decidido casarse y formar su nueva familia, mientras tanto yo me enfrentaba, con diez años, a mi menarquia o primer sangrado menstrual. Recordé con mucha precisión la explicación de mi tía Doris, mi madre no se encontraba en casa y mi padre acababa de llegar de su trabajo. Sin dudarlo corrí a decirle que mi menstruación había llegado y en voz baja y llena de misterio me preguntó que si estaba segura. Sacó de su baño algunas toallas que pertenecían a mi madre y con mucho cuidado me dijo: «hay que ser prudente, estas cosas no se andan gritando ni diciendo por todos lados porque no se ve bien en una niña».
De vez en cuando en la escuela notaba que algunas de mis compañeras sacaban con sumo cuidado y vergüenza sus bolsitas de toallas sanitarias y a veces en secreto nos decíamos: «Ya me vino». Todo era un gran misterio y nos moríamos de la vergüenza si algún compañero nos descubría. En la secundaria asistí a una escuela solo de niñas y entonces el tema ya no era tan secreto, lo que no quiere decir que podíamos hablarlo abiertamente porque nos habían enseñado que no eran pláticas importantes ni de interés para nosotras.
Recuerdo que era común ver a compañeras que sufrían de muchos dolores y otros síntomas que les generaban cansancio, fatiga y cambios de humor. En la enfermería siempre había acetaminofén y otras pastillas que ayudaban a que el dolor cesara, pero eso sí: tomábamos la pastilla y de regreso a clases. Era inadmisible perder clases por estas cosas que, por un lado nos decían que eran normales en nuestro cuerpo, y por otro, que debíamos callar y asumir con valentía. Llegar incluso a sentir vergüenza.
Pasaron muchos años y, tal como me lo habían enseñado, si sentía un dolor provocado por la llegada de mi periodo menstrual iba a la farmacia y compraba las pastillas que me ayudaban a no sentir dolor y a que mi día no fuera tan cansado, para rendir tal como me lo exigía mi carga laboral y mis otras responsabilidades del día a día.
Con el paso del tiempo mi cuerpo comenzó a alojar muchos sentimientos y enfermedades en algunos de mis órganos. El estrés, las preocupaciones por cumplir con las competencias que se me exigían como madre, profesional y ama de casa, entre otros roles; y el afán de verme como una persona fuerte, me convirtieron en una mujer dependiente de muchos medicamentos que aliviaban de manera provisional mis malestares, pero sin duda afectaban de manera silenciosa otras partes de mi cuerpo.
En septiembre del año pasado recibí la invitación para participar en un círculo de medicinas ancestrales. La curiosidad y el deseo de explorar otras maneras de gestionar mis padecimientos y emociones me motivaron a regresar a mis raíces. Siempre he sentido un profundo respeto por la medicina de nuestros antepasados. De pequeña pasaba mis vacaciones en casa de mis abuelos maternos, donde el olor a infusiones y las historias de mi abuela y sus amigas me arrullaban a la hora de la siesta.
Conocer este círculo de medicina fue un portal para comenzar un camino hacía mi sanación, camino que reconozco que es constante y de toda la vida. Poder compartir la palabra con personas llenas de luz, de gratitud, gente que también busca peregrinar a través del reconocimiento de las historias y la sabiduría ancestral, me ha permitido tener un despertar de conciencia hacía el amor propio y mi autocuidado. Ahora también pertenezco a varios círculos de mujeres en los que nos reunimos para celebrar la vida, para darnos amor y apoyo, para aprender las unas de las otras, para caminar juntas como amigas y hermanas.
En noviembre del año pasado, mi hija Sofía recibió su primera luna y a través de ella pude sentir que sané cualquier sentimiento de culpa, de vergüenza, de rechazo y de enojo con mi sangre menstrual. Con Sofía habíamos tenido un sinnúmero de conversaciones, de lecturas, de talleres sobre temas de sexualidad y de cuidados ginecológicos y el día en que tuvo su primera menstruación no dudó en correr y avisarme. Ella ya sabía qué debía hacer, sin embargo, la acompañé, la arrullé, le recordé algunas recomendaciones, le preparé algunas infusiones y descansamos en casa el resto del día.
Sofía sabe que si necesita descansar y estar en cama puede hacerlo sin ningún reproche ni cargo de conciencia, sabe que tiene un ritmo interno al que honra y escucha, sabe que su cuerpo necesita de cuidados, de respeto, de atención y de mucho amor. Sofía sabe y entiende que su sangrado menstrual significa la purificación de su alma y de su cuerpo, que significa vida, fertilidad y florecimiento. Sabe que su sangre no es sucia y puede sembrarla en la tierra y ofrecerla a sus hermanas las plantas, como lo hacían antes nuestras abuelas. Sabe la importancia de conocer su sangre, su color, su consistencia, porque es así como tendrá la certeza de que todo está bien en su cuerpo o si hay alguna señal de alerta que debe atender.
Esta es la historia de Sofía, pero de manera lamentable, no es la misma historia de muchas de sus amigas y compañeras de escuela. Aún la mayoría de las niñas y niños siguen pensando que es algo vergonzoso, asqueroso. En muchas ocasiones mi hija ha recibido señalamientos por hablar abiertamente sobre el ciclo menstrual y sus implicaciones, sin embargo, muchas veces ha llegado a casa contando que ayudó y apoyó a alguna de sus amigas, ante la burla de otros niños y niñas, cuando mancharon su ropa o su sangre corrió por sus piernas.
En lo personal, ya no estoy dispuesta a sacrificar mi cuerpo, a interrumpir la naturaleza y sabiduría que hay en él, a usar toallas sanitarias desechables que lo enfermen —y que de paso contaminan a la madre tierra—, a exigirle y sobrecargarlo de trabajo cuando me pide un momento de descanso. No estoy dispuesta a entregarle mi tiempo a este sistema del abuso y del cansancio que nos convierte en esclavos y esclavas, que nos enferma y manipula a través la normalización de sus tabúes, que invisibiliza nuestras necesidades y procesos naturales.
Reivindicar nuestro ciclo menstrual es una cuestión política. Nuestros cuerpos se han politizado. Parece ser que cuando nos querían dentro de casa se hizo un discurso sobre la menstruación, pero cuando nos querían fuera de casa se hizo otro, todo a conveniencia del sistema.
Estoy convencida de que el estigma de la menstruación es una forma de misoginia. Los tabúes menstruales nos condicionan a entender la función menstrual como algo que debe ser escondido, algo que causa vergüenza, dolor, asco, cuando en realidad es un proceso de limpieza. Seguramente si los hombres menstruaran la historia estaría contada de otra forma.
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¿Quién es Linda María Ordóñez?