«Me parezco al que lleva el ladrillo consigo/ para mostrar al mundo cómo era su casa» (V)


Francisco Alejandro Méndez_ Perfil Casi literalJunio es un mes hermoso en París. Pareciera como que la ropa de los peatones se encogiera. Hay una eclosión de conciertos en las riveras, bailes monográficos, barcos temáticos. Los árboles, el agua cambia de color debido al cielo. (No puedo decir lo mismo de Guatemala, que a estas alturas del año los ríos rebalsados ya han arrasado con varias comunidades indígenas; azolvamientos en muchísimas áreas rojas, en diferentes lugares geográficos del territorio).

Por la tarde pasé tomando una cerveza en un bar ubicado en la avenida Rivoli cuando en un televisor aparecieron automóviles flotando por las calles de un municipio occidental de mi país. Los autos atravesaban calles y avenidas inundadas, como si se tratara de una Venecia tropical.

En París, mientras tanto, los termómetros marcaban 32 grados centígrados. Debo decir que a mí me encanta el calor, también el frío, la nieve, lo que venga. Nunca he tenido problema con el clima. Simplemente me hago transparente y dejo que todo fluya a través de mi esqueleto. Cada clima lo disfruto espléndidamente.

Fue mi primer día en la biblioteca, sin embargo, me equivoqué como el almirante genovés, ya que arribé al lugar en donde no me tocaba investigar a pesar de que antes de salir hice un trazo. Luego explicaré en qué consistió el error. Lo cierto es que salí con mi infaltable pasaporte y mi DPI, que es algo así como el documento personal de identificación; además —y eso que no pensaba manejar en París— mi infaltable licencia de conducir tipo B, que me permite conducir desde un auto pequeño hasta un camión de tres toneladas y media.

Esa mala costumbre de andar con tanto documento personal viene de la época de la guerra en mi país, la cual tuvo una duración de 36 años, entre 1960 y 1996. Cada vez que alguien salía a la calle, tomando en cuenta que al Ejército no le faltaban ganas de secuestrar a cualquier cristiano, nuestros padres nos persignaban, preguntaban si llevábamos todos nuestros documentos y luego se despedían de nosotros como si fuera la última vez que nos verían con vida. A muchos sí les ocurrió, prueba de ello el cuarto de millón de personas que murieron durante el conflicto. «Para qué me llevo tanto documento», preguntaba más de alguno. «Es para que identifiquen el cadáver», respondía con resignación alguien más.

Por absurdo que parezca, en París también llevaba dentro de una bolsa del pantalón las llaves de mi casa en Guatemala, trabadas en un llavero con la foto de uno de mis perros. Cuando colgaba del metro, la ruta 7, con dirección a Mairie d’Ivry, a las nueve de la mañana recordé el verso de Bertolt Brecht, citado por Mario Benedetti, que dice: «Me parezco al que lleva el ladrillo consigo/ para mostrar al mundo cómo era su casa».

La primera confusión llegó cuando intempestivamente bajé del metro en el que de haber seguido hubiese encontrado la biblioteca. Tomé un camino equivocado tras subir y bajar de varios vagones. Terminé apareciendo en las cercanías de la Biblioteca Nacional de Francia, conocida como BNF, pero en la sede François Mitterrand, cuando yo debía de llegar a la Biblioteca, sede Richelieu. Una y otra estaban distantes.

La Mitterrand parece una ficción surrealista. Son cuatro edificios ubicados en una explanada, de un poco más de siete manzanas de terreno. Los franceses han bautizado a cada mole —que vistas de lejos parecen cuatro Gullivers— como la torre De tiempos, la De leyes, la De números y la De letras. Como ya estaba por allí aproveché a dar una vuelta y curiosear un poco.

Una visita rápida a dos pisos de una de las torres me llevó casi tres horas. Tras preguntarle a una recepcionista y observar su cara de entre alegría y compasión, me dio las indicaciones para llegar a la Richelieu.

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