La fragilísima amistad de las niñas


Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal 2A lo largo de mi vida he tenido más intimidad con la librera y la televisión que con las personas. Puedo contar con una mano las amistades que me han durado más de cinco años. Me he acostumbrado a la idea de que algunas personas solamente pertenecen a una etapa de nuestra vida y aun así no dejo de sentir una espina de envidia cuando veo a esas mujeres que pueden reunir una tropa de damas nupciales, una cuadrilla del cuchubal y un ejército de amigas íntimas que sollocen el rosario en la funeraria.

He estudiado la amistad femenina con la irónica amargura de un físico que analiza los agujeros negros; es decir, estoy segura de que voy a morirme sin entenderla satisfactoriamente. El cine y la televisión normalmente la retratan como una relación tan delicada y compleja como el romance, pero que finalmente orienta las mujeres hacia la comodidad en una dupla heteronormativa: como en Orgullo y prejuicio, cada Elizabeth Bennet tiene a su Charlotte Lucas. Y claro, cada mujer se identifica con Elizabeth porque es la que tiene mejor apariencia y una personalidad vivaz, mientras que Charlotte solo sirve para ejemplificar lo única y diferente que es su amiga.

Las amigas, al parecer, son tropos para distinguirnos entre las mujeres y establecer la clara dicotomía de quién es más atractiva y deseable, indistintamente para los hombres o la sociedad. Por eso es tan fácil clasificarnos entre Carries, Mirandas, Charlottes y Samanthas. Todas estamos definidas por el valor sexual y protocolario que traemos a diferentes espacios de la sociedad, y la amistad entre nosotras es un rito de divergencia y conformidad hacia el matrimonio y la maternidad.

De niña, nadie te enseña a ser una amiga. Recibí cientos de regaños sobre cómo debía «darme a desear» a los hombres con una virginidad intacta, modales de sumisión y una devoción por los planes de Dios, pero no recuerdo que alguien me enseñara a cuidar corazones rotos, seleccionar anticonceptivos o decir las palabras correctas para aliviar un ataque de pánico. Se me enseñó a temer y compadecer a las madres solteras y las mujeres divorciadas, como si fueran pequeñas amenazas de influencia. «No querés terminar como ella».

Supongo que el primer talento que se nos inculca a las mujeres es la comparación. Evolutivamente se supone que comparemos machos para determinar el mejor postor para nuestra labor reproductiva, pero como animales de costumbres y signos le trasladamos esa labor a nuestra identidad. Nos definimos como todo aquello que no tienen las otras hembras a nuestro alrededor pero que la sociedad recompensa. Nos escrutinamos para determinar si la chica frente a nosotras es adecuadamente inferior para ameritar nuestra confianza.

Forjamos profundos e imperdonables resentimientos contra cada mujer que tiene lo que nos falta: una pareja, mucho dinero, mayor moralidad, éxito, popularidad, una cintura, empoderamiento, quién sabe. Hemos llegado al colmo donde abierta e indiscriminadamente nos juzgamos tanto por preservar la feminidad como por rechazarla: se me ha acusado de feminazi, reprimida, estúpida, intimidante, fea, superficial, inmadura, anticuada, hiriente y ultrasensible por igual. No tengo tiempo ni ganas de analizar quién de ellas tenía la razón.

Pero luego pienso en la Anne Shirley de Anne of Green Gables. Pienso en Emily Dickinson agasajando a las vecinas con un poema y un pastel creados por sus manos. Llamen a eso amistad o llámenlo como sea. Supongo que para eso tenemos la ficción: para convencernos de que lo mejor de nosotras puede integrarse a la historia. Acaso podamos apartar nuestras diferencias para regalarnos la libertad de ser como queremos. Acaso podamos volvernos coprotagonistas de la realidad y no un triste e intercambiable elenco de personajes secundarios.

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