Suelo pensar que mi entendimiento del feminismo empezó cuando leí El segundo sexo en el segundo año de la universidad. Sí, es una obra viejísima y tengo un desprecio especial por la gente que se presume muy intelectual por entender las ideas arcaicas de Sartre y Camus para justificar su hijueputismo existencialismo. Sin embargo, lo que me cautivó del texto de Simone de Beauvoir no fue la capacidad de justificarme la desfachatez y el cinismo sino la manera en que exhorta a la unidad, fraterna incluso, para restaurar la dignidad humana. Lamentablemente, es difícil hablar sobre los problemas de la sociedad si no tenemos un barbarismo moderno para nombrarlos. Por eso me alegra que finalmente podamos tener la conversación que mi título promete. Como señala de Beauvoir, existen cuatro roles claramente definidos para la mujer en Occidente: la madre, la romántica, la virgen y la prostituta. Los cuatro tipos están basados en la relación de las mujeres con su sexualidad.
En este siglo, el slut-shaming (término que usaré en inglés porque no encuentro un equivalente apropiado en español) consiste en el hábito de avergonzar a las mujeres por sus actitudes con respecto al sexo, y más específicamente su libertad para practicarlo. Más allá de la fijación en la cantidad de parejas y su doble-moral en cuanto a hombres y mujeres, el slut-shaming es una conducta que también forma nuestras identidades femeninas y repercute de maneras francamente patéticas.
En Guatemala —y lo mismo ocurre en el resto de Centroamérica— vivimos una cultura de vergüenza y culpa. Cuando tenía 12 años mi papá me vio vestida con una minifalda negra y me advirtió con absoluta seriedad que ya nadie me veía «como una nena». En el momento no entendí qué significaba eso, pero dejé de usar la falda porque me hacía sentir culpable y sucia. Pocos años después conocí el uso de puta como adjetivo que le adjudicaban a chicas de mi grado escolar en rumores espantosos y mayormente falsos. Como todas las mujeres, he recibido ese insulto varias veces en mi cara por más de una década y ni siquiera puedo imaginar cuántas veces se habrá dicho a mis espaldas. Lo más penoso es que las personas de quienes más lo he escuchado son mujeres también.
Puta es un insulto peculiar. Diferente de llamar a alguien ladrón o mentiroso, no existe una definición clara de qué hace a una mujer puta. Digo, si puta es un diminutivo de prostituta, ¿por qué se lo dicen a gente que no está cobrando por sus sesiones de coito? Suelen atribuírselo equitativamente a quien tiene sexo premarital, sexo adúltero o sexo sin compromisos. Te la dicen si eliges uno u otro método anticonceptivo, si no eres heterosexual o si decides si quieres hijos o no. También se lo atribuyen a cierta manera de vestir o de hablar con más o menos pudor y hasta a la marca de perfume y maquillaje que una usa. Al fin y al cabo, puta es una palabra que nos hemos estado lanzando las mujeres para competir por los hombres. Ese es el verdadero logro del sistema patriarcal: una competencia entre mujeres que nada tiene que ver con el éxito profesional, personal o artístico, sino con la atención de un macho basada en un ideal de pureza que ni siquiera existe.
Circula actualmente en redes sociales una tendencia de mujeres que se enorgullecen de ser «jóvenes heterosexuales provida que quieren casarse y tener hijos». Aducen que quieren distinguirse de las feministas porque no son inmorales ni locas ni putas, y tienen la osadía de llamarse políticamente incorrectas y rebeldes. Pues bien, no tengo ninguna oposición a su estilo de vida pero me gustaría recordarles que hay un lugar especial en el infierno para las mujeres que no ayudan a sus hermanas y que los únicos que realmente ganan en este juego de putas versus santas son los hombres que nos manipulan. De paso, quizá necesiten repensar sus insultos porque, como dicen, «si es gratis, no es de putas: las putas sí cobran».
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Buena esta mi estimada.
Reblogueó esto en Lucy Avdo.