Hace poco leí a alguien lamentándose de que los escritores argentinos no estuvieran a la altura de sus antecesores de mediados del siglo pasado, y de que las letras de ese país no figuraran demasiado en el panorama actual. Por supuesto, no estuve de acuerdo y se lo hice saber, y la novela La uruguaya (2016), de Pedro Mairal, refrenda mi postura.
Se sabe que las relaciones de pareja son lo más voluble y efímero que existe. Así, el vínculo entre dos personas puede hervir y extinguirse en muy poco tiempo. Lucas Pereyra —escritor argentino enredado en la crisis de los cuarenta, sumergido en deudas, atorado en una sequía creativa, en medio de un bajón en su relación de pareja y dudando muy a destiempo entre los pros y los contras de la paternidad— viaja a Uruguay con una mochila llena de ilusiones que no alcanzará, y con un mamotreto que no leerá, para recibir unos dólares enviados desde el extranjero como adelanto a un trabajo —al recibirlos en ese país podrá volver y cambiarlos a una mejor tasa en el sistema paralelo de la Argentina, y así salir ganando por el efecto “Dólar Blue”—, y con esa plata podrá olvidarse de las penas y sentarse a escribir otra vez durante varios meses.
El primer capítulo de la novela es una apología del hastío que tarde o temprano domina cualquier relación de pareja y que sirve como justificación a la entrega del narrador a la aventura que vendrá después. Destaca la historia de desamor —«Se pinchó el hermetismo, se fisuró: yo hablando dormido, vos leyéndome los mails»— disfrazada de una de amor —«Iba al encuentro de una mujer. No hay nada más lindo que eso»—, que va y viene entre estos dos extremos. La narración gana ritmo y se vuelve hilarante por momentos —«¿Cómo se hace para cogerse a una mina llorando y con el perro del novio?»—, patética en otros —«el enamorado es como el paranoico, cree que todo le habla a él»—, ilusoria por cómo creamos castillos de naipes a partir de cualquier zumbido —«después de acordarme tanto de vos como que te había inventado dentro de mí»— y crítica con el modo con que la tecnología nos aplasta —«no podemos vivir sin una pantalla. Yo ya no voy al baño sin celular»—.
También es un pequeño tratado para quien llega a Montevideo por primera vez y cree que está en Buenos Aires, porque a pesar de existir muchas conexiones entre ambas ciudades (el clima, el aire distinto a la mayor parte del continente, el voseo, el estiramiento de la ll y la y), tienen diferencias enormes que, si alguien no alcanza a detectarlas, aquí se plantean con nitidez. Resulta magistral el diálogo que el protagonista establece con el mesero mientras espera a su amiga, así como la descripción del viaje en carretera por las rectas interminables de las planicies del sur. La historia se remata cuando, después de caerse de la nube, el narrador, siempre con un tono confesional hacia su pareja, tiene que tragarse las ilusiones convertidas en espinas y volver a enfrentarse a su realidad después de recibir un par de golpes bajos.
Novela corta en extensión y de lectura fugaz —yo me la tragué en dos horas, postergando el almuerzo— por el ritmo bien logrado y por la sucesión de eventos que, con mucha pericia, van propiciándose uno tras otro hasta bullir y explotar de un modo inesperado, y confirma que con Mairal, tanto como novelista y como columnista —hay verdaderas perlas en las páginas de El Equilibrio editado en Argentina o en El Subrayador en Chile—, las letras argentinas nunca dejaron de estar presentes y continúan situándose —sin la menor duda— entre las más destacadas del continente.
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¿Quién es Leonel González De León?
¡Muy interesante! Gracias por todas estas aportaciones