Bastaron pocas horas para que el nombre de Costa Rica recorriera las noticias del planeta con los resultados electorales del domingo 1 de abril. En tiempos convulsos donde la incertidumbre se apodera de las democracias más consolidadas, el pequeño trozo de tierra conformado por este país se agigantó súbitamente en defensa de la civilidad, la tolerancia y la libertad. Los niveles de abstencionismo bajaron con respecto a la primera ronda y de manera contundente se dijo NO al llamado populista que alimentaba la intolerancia y amenazaba a las instituciones republicanas que han servido de cimiento a nuestra democracia, una de las más consolidadas no solo a nivel hemisférico, sino mundial.
El llamado a formar un gobierno de unidad nacional por parte de Carlos Alvarado, el presidente electo, es una oportunidad para refundar la socialdemocracia del país. El voto del pueblo en primera ronda del obliga a un cambio en la forma en que se hace política.
Primero, se necesitan alianzas para sacar adelante al país que se ve envuelto en medio de problemas que requieren una rápida intervención. El sistema educativo requiere modernizarse y alcanzar a un porcentaje de la población que no termina sus estudios secundarios. Por otro lado, la economía necesita solventar la crisis fiscal que se cierne como una sombra sobre la población que a su vez espera una reducción en la tasa de desempleo y en el costo de la vida que abruma a los costarricenses. Además, las brechas sociales y de convivencia que se abrieron durante la campaña política enfrentaron al tico con su espejo, con los problemas de convivencia que yacían en un rincón y que poco a poco crecían como un monstruo que acechaba a la sociedad que ha tardado demasiado por resolver sus problemas de homofobia, machismo y credo hasta que, finalmente, emergió de las profundidades y amenazó con socavar la República.
Sin embargo, es necesario rescatar la madurez democrática que exhibió el pueblo costarricense, que pese a mostrar un evidente malestar con el partido oficialista, decidió dejar de lado la monotemática que impulsaba el candidato evangélico y concentrarse en la defensa ante un posible estado teocrático al que era empujado. La falta de preparación del candidato perdedor y su equipo, así como su discurso populista, no terminaron de calar en una ciudadanía que se decidió por una persona que defendió los valores de una democracia que ha sido tan alabada por otros países como por organismos internacionales.
La elección de Carlos Alvarado, que se convertirá en uno de los presidentes más jóvenes en la historia del país de cara a su bicentenario, puede representar un punto de quiebre en la vida de la nación dado que no solo es una cara fresca en la escena política sino que irrumpe en un momento en que el electorado joven se muestra crítico de sus antiguos líderes ―quienes adolecieron de mutismo cuando la sociedad necesitaba su voz como guía hacia el camino institucional y democrático―; por su parte, la participación ciudadana decidió organizarse bajo un interés de defensa común, anteponiendo la razón al fanatismo desbocado que amenaza también en otras latitudes.
Por ello la elección de Costa Rica no ha pasado desapercibida. Como lo señala el editorial del diario Washington Post del 3 de abril, en un mundo en donde las democracias más fuertes parecen mostrar signos de desgaste como la caída de partidos tradicionales, escándalos de corrupción, el incremento de la desigualdad y el crimen violento, el resultado de las recién pasadas elecciones se erige como un faro de esperanza que espera contagiar a otros países latinoamericanos cuyos procesos de electorales se dirimen en este año y la incertidumbre y la demagogia amenazan con perpetuarse.
El llamado de atención por parte de un sector de la población que se siente invisibilizado es claro y el abandono estatal halla asidero en discursos incendiarios que se aprovechan del descontento popular. La estrategia de la división de una sociedad para lograr los objetivos de un grupo que se aprovecha y se alimenta de la sangre de una nación es una tendencia mundial que va en expansión en Occidente, cuya cuota moral ―de la que tanto se había ufanado― parece resquebrajada.
Es necesaria la transformación de los sistemas que han imperado durante tanto tiempo ―dado que estos frecuentemente han demostrado que no responden a los tiempos actuales― y la comunicación clara entre gobernantes y gobernados. Estos últimos deben tener acceso a herramientas de información que les permitan pedir cuentas, no obstante, la consolidación de las redes sociales como actor preponderante en la política mundial ha demostrado ser un arma de doble filo ya que ahora se requiere doblegar esfuerzos para educar a la ciudadanía sobre lo que se lee y se comparte.
En una época en que se acuña el termino fake news como forma de ataque a los hechos, a la prensa responsable y a las instituciones, la concientización de la ciudadanía ―impulsada por una educación acorde al siglo XXI que respeta los derechos fundamentales de las personas― se convierte en la mejor arma que tenemos para defender la democracia; por lo tanto, cada proceso electoral en donde triunfe la razón, el respeto y la civilidad por sobre los movimientos neonacionalistas representará, sin duda, la esperanza de un mejor mañana al que debemos proteger y por el cual debemos seguir resistiendo.
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