La importancia que tuvo la poesía en la historia política de Nicaragua durante casi todo el siglo XX es innegable. En un esquema superficial destacarían hitos como la ideología liberal y la concepción de modernidad —predominante en el imaginario de la burguesía nacional a inicios de siglo—, para las cuales la obra y la figura de Rubén Darío fueron centrales; o acaso la red de escritores y artistas nacionales y extranjeros que Sandino utilizó como difusores de su gesta y reproductores de su mito épico. Incluiría además al fascismo provinciano elaborado y difundido por la Vanguardia granadina que contribuyó al ascenso dictatorial y aceptación de Anastasio Somoza García, al exteriorismo de Ernesto Cardenal —que fue sustrato estético-religioso para la cultura guerrillera del clandestino FSLN—, una profusa tradición de expresiones populares como la canción de protesta de los Mejía Godoy, la pintura exteriorista, la pintura de Praxis, la poesía de catacumbas de la década de 1960 y, por último, a los movimientos estudiantiles y de masa fuertemente influenciados por este exteriorismo literario.
Más interesante que la diversidad de posiciones políticas mencionadas es cómo la Vanguardia propició uno de los corpus monolíticos más homogéneos de nuestra cultura, la tradición central de la poesía nicaragüense. Una nómina detallada puede consultarse en El siglo de la poesía en Nicaragua, antología en tres tomos recopilada y comentada por Julio Valle Castillo, uno de los últimos acólitos de esta tradición. En alguna de las casi dos mil páginas que componen la obra, Valle, aunque en otros términos, también expresa la mencionada importancia política de nuestras letras: «la poesía fundó Nicaragua y la dotó de lengua y libertad expresiva. La poesía es uno de los elementos claves, sino la clave en la constitución de su nacionalidad, de su identidad: es su memoria, su texto sagrado y su habla cotidiana, su conciencia y su inconsciente colectivo, su cultura. Además, sustenta su pensamiento o es buena parte de él; es su testimonio histórico y el verbo sobreviviente a todos sus fracasos sociales».
En El siglo de la poesía salta a la vista hasta qué punto la sucesión generacional fue el mecanismo central por el cual se perpetuó esta tradición. Este modelo generacional es ampliamente descrito y documentado por el mismo Valle, quien anota cómo «las relaciones literarias [entre los vanguardistas y la generación del 40] se intensificaron y se ampliaron hasta la familiaridad, hasta convertirse en un verdadero clan». Para ilustrar lo anterior recurre a Carlos Martínez Rivas en una cita donde explica cómo José Coronel Urtecho, Pablo Antonio Cuadra y Joaquín Pasos «nos transmitieron un criterio y un gusto básico para discernir lo verdadero de lo falso en las corrientes poéticas (…) y aún ahora, continúan rigiéndonos: porque una influencia en los años formativos es una compañía para toda la vida»; más todavía, Valle explica cómo, durante retiros que los vanguardistas organizaban para sus discípulos, «[Coronel] se convertía en director del taller poético y espiritual, en padre de confesión (…) aún más, Cardenal ha revelado que Coronel Urtecho, en medio de sus ejercicios espirituales y literarios, les teorizaba sobre los atributos físicos de las mujeres, posibles novias o esposas, la belleza burguesa, la fealdad como auténtica o hipotética belleza, los estilos decorativos provincianos y el arte de amar».
No se requiere mayor explicación para apreciar cómo, bajo el pretexto de la «formación literaria», se estableció un mecanismo de adoctrinamiento ideológico casi sectario de los más viejos sobre los más jóvenes. La relación, sin embargo, era de conveniencia mutua dado que permitía la permanencia de las generaciones anteriores, así como la consagración de las emergentes.
Fue de este modo como, desde 1927 hasta 1990, la literatura nicaragüense fue una sucesión armónica entre las generaciones de una élite de machos letrados, pertenecientes a familias notables de la burguesía y la oligarquía nacional, que centralizaron los focos y los medios de producción cultural en las principales ciudades del Pacífico del país.
Casi desde cualquier punto de vista resultaría sospechoso, o al menos inverosímil, concebir una sucesión tan naturalmente armónica entre generaciones, sobre todo cuando hablamos de una tradición que se inaugura con el fascista José Coronel y culmina con el marxista Ernesto Cardenal y cuando, sobre todo, el desarrollo de esa tradición coincidió en el tiempo con una serie de eventos nacionales que generaron algunas de las más profundas transformaciones en la política de Nicaragua. Es como si mientras todos los modelos de nación y sistemas ideológicos entraban en pugna y sucumbían, la tradición literaria en Nicaragua se mantenía incólume, presentando una enorme capacidad de adaptación ante los exabruptos de la historia.
Para lograr dicha armonía —la cual implicó conciliar profundas contradicciones ideológicas en el campo estético— fueron centrales las operaciones poético-teológicas inauguradas por Cardenal en su famosa Hora 0. A partir de entonces, gracias al exteriorismo —fórmula que sirvió como una especie de bisagra ideológica entre Cardenal y Coronel—, la nueva poesía revolucionaria pudo conservar ideologemas que también fueron fundamentales para el desarrollo del fascismo granadino de la Vanguardia, pero cuyo origen se podría rastrear mucho más atrás en el tiempo, hasta esa maraña de traumas colectivos que representó la colonia española.
A propósito de la carta-prólogo que Coronel Urtecho escribe para El estrecho dudoso, uno de los poemas más extensos de Cardenal, Beltrán Morales anotó la siguiente clave: «lo lógico en este caso hubiera sido esperar un conflicto de generaciones, una violenta ruptura entre el antisomocista Cardenal y el somociano (o ex-somociano) Coronel. Pero (“Fortuna lo ha querido”) no sucedió así. Y lo que se perdió en riqueza polémica se ganó en unidad y armonía intergeneracionales. Que yo sepa, únicamente en Nicaragua ocurren portentos semejantes».
Es aquí donde cobra interés otro rasgo que vincula profundamente a los jóvenes vanguardistas reaccionarios de la década de 1930 con Cardenal y los poetas revolucionarios de las décadas de 1960 y 1970: la reacción radical, por motivos aparentemente disimiles, contra la burguesía nacional y contra la intervención cultural y económica de Estados Unidos en cada una de sus respectivas épocas. La reacción, en el caso de la Vanguardia, postuló un retorno conservador a la concepción explícitamente feudal de valores católicos, oligárquicos e hispánicos como base fundacional de la identidad nicaragüense; por el contrario —y décadas después—, la reacción cultural sandinista quiso ser progresista, reivindicativa, revolucionaria y subversiva. Esta continuidad literaria, que en lo político hubiese sido imposible, deja de parecer contradictoria si, como anota John Beverley en Del Lazarillo al sandinismo: estudios sobre la función ideológica de la literatura española e hispanoamericana, empezamos a volver evidente «cómo una serie de ideologemas derivados en última instancia del feudalismo –—es decir, del impase histórico de la cultura hispánica— pueden servir para la construcción de discursos revolucionarios contemporáneos».
En cuanto a la posibilidad siempre latente de reincidir en una tradición que no ha sido para nada superada —y que en nombre de la armonía y la unidad se ha plagado de estos y otros encubrimientos y complicidades ideológicas—, solo me resta aconsejarnos, a quienes escribimos hoy en día en nuestra Nicaragua tan violentamente absurda, poner en todo momento, como dicen, ojo al Cristo.
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