Quince minutos con David Bowie en el gimnasio


Pablo Bromo_ perfil Casi literalLos inicios de año siempre son elocuentes y efusivos. Están llenos de frases positivas, dietas imposibles y tibias promesas con muchísimo ejercicio. Los primeros días de enero son una catapulta hacia dos verdades elementales: esclavitud automedicada o libertad plena.

En un limbo realista, estas dos verdades son las que pragmáticamente nos definen como seres humanos… y cíclicos. Sufrir o no sufrir. Por eso cada inicio de año es un ciclo contundente.

Las tiendas de ropa deportiva se atestan de machos inseguros que quieren conseguir su famoso six pack de abdomen y mujeres compulsivas que se sienten mucho mejor después de haberse comprado un top morado dry fit para su rutina de zumba o capoeira. Las salas reductoras de peso duplican su negocio y las tiendas con productos naturales se quedan sin inventario de sal del Himalaya, pastillas de té verde con aloe vera y extracto de moringa para hacer licuados.

Las academias de lenguaje extienden sus horarios de inscripción hasta pasada la quincena y diez millones de impresoras trabajan al unísono en una aberrante y agotadora faena de calcar con tinta china currículums vitae, hojas de vida y resúmenes del último año laboral escritos mediocremente en primera persona. La verdad es que después del despilfarro de afecto y billetera del fin de año, enero resulta una gema para ganar millones en autoestima y trazar sueños o emprendimientos a corto, mediano y largo plazo. Así, la vida se nos diluye de ciclo en ciclo y pretendemos empezar cosas nuevas cada vez que recordamos con remordimiento las toneladas de guaro, tamal, pierna horneada y chompipe que nos embutimos con degenere festivo entre el cueterío y el hedonismo de diciembre.

Enero es, entonces, un parteaguas iniciático. Una fórmula para derretir imposibles. Una puerta abierta para llegar al paraíso prometido. Un silencio que irá llenándose de cancioncitas nuevas en una playlist que debe ser delicia para corazones hambrientos de baile, vida y rompe rutinas.

Aquí es donde pienso en David Bowie, ese camaleón radiante lleno de meteoritos de felicidad y destellos titilantes de grandeza. Pero hablar de su genio no viene al caso, tampoco hablar de sus más de veinticinco discos de estudio. Aunque sí debo decir que prefiero la «Trilogía de Berlín» sobre sus sicodélicos y extravagantes Ziggy Stardust y Aladin Sane. Otro que también me gusta es Station to Station, su disco más nietzscheano, autodestructivo y cocainómano.

Pero de todos siempre me quedo con Low y Heroes del 77; dos bellezas experimentales ingeniadas por Brian Eno y Tony Visconti. Dos discos inspirados en el krautrock alemán, los sintetizadores de Neu! y Kraftwerk, los inicios de la electrónica y todos esos soniditos que hoy hashtaguean y adoran con esmero los millennials.

Y si de bailar en shorts y leggins se trata, siempre tendremos quince minutos de Modern Love, Let’s Dance y China Girl para hacer más amena esa rutina de abdominales, sentadillas y lagartijas malditas. ¡Ánimo, cuerpo hipócrita! ¡Estas nalgotas no se endurecerán solas!

Te rogamos, San Bowie, óyenos.

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