Las casas roídas de La Habana tienen una belleza sobrenatural. Es fascinante llegar al Malecón, caminar por esa acera ancha y detenerte a observar fachadas de edificios de hace 60 años en los que fácilmente adivinas su opulencia antes de que el mar lograra carcomer con su sal el cemento, las ventanas de cristal italiano y la pintura de color pastel, metiéndose cual polilla a cicatrizarlo, marcándolo con su natural desfachatez. El contraste de las ventanas hechas de retazos de madera y plástico —por las que un hombre saca la cabeza de debajo de algún andamio— te crea un impacto sobrecogedor. ¡Hay mucha vida detrás de esas fachadas rotas y remendadas!
Lo más contrastante de caminar por el Malecón y ver a los niños jugar tenta y a los jóvenes pescar o besarse apasionadamente —mientras escuchan reggaetón y salsa— es la felicidad que te abraza. Estás vivo, detenido en el tiempo, en algún lugar etéreo que es decadente pero no miserable y que tiene más vida de la que has visto jamás. Por más que te lo cuenten, uno no logra imaginarse la realidad de los lugares en los que no ha estado y uno no se imagina lo bello que es Cuba.
«Hey, ladies», un grupito de jovencitos nos empezó a hablar a mi amiga y a mí mientras caminábamos por el Malecón, cuando el sol dejó su naranja disperso por todo el cielo. «Nosotras no somos gringas», les dijo ella, «somos de Guatemala». Yo me reí a su lado. «¡Ah, Guatemala! Nosotros somos artistas…»
Eran cuatro y estudiaban arte. Uno era escultor y los otros tres, pintores. A sus quince años ya habían hecho exposiciones y hablaban de literatura, filosofía y arte como si estuvieran hablando de la última generación del iPhone. Andrea y yo, en nuestra treintena, estábamos fascinadas y embebidas como chiquillas, escuchándolos. Nos mostraron fotos de su trabajo surrealista y eran tan buenos que quisimos verlo personalmente. Ese, nuestro primer día juntas —porque ella vive en Madrid y yo en Panamá— tuvimos una larga travesía por toda La Habana entre las historias de aquellos jóvenes adolescentes que nos llevaron hasta la residencia en la que vivían. Eran becados de la Academia Nacional de Bellas Artes San Alejandro porque eran del interior, uno era más grande, ya había terminado el colegio y estaba haciendo su último trabajo: una especie de tesis que hablaba de la forma de hacer arte no comercial, arte que no sea utilizando fórmulas para que se venda, sino que se venda porque es valiosa como obra. Me contó que no podía hacer protesta contra el sistema porque lo censuraban y que había muchos libros que estaban censurados por eso mismo.
Lo sentí confundido, como si aún no decidiera si ese sistema le gustaba o no. De alguna manera, él sentía que no podía crecer como artista y al mismo tiempo sí. Vivía en un país que le había pagado sus clases de arte, pero en el que no podía expresarse del todo. También me contó que pronto tendría una exposición en México y que ya estaban trabajando por encargo. Lo más reconfortante de oírlos hablar era que cuando te sentabas a analizar su edad parecía que te habías equivocado de siglo y estabas en un futuro paralelo, uno mejor, uno en el que la gente joven sabe lo que quiere y tiene ganas de leer, instruirse y trabajar para vivir bien. Un futuro menos material y más auténtico. Por primera vez en muchos años no vi a nadie sumergido en el teléfono, ya que el internet en Cuba es muy caro. Vi a la gente charlando, a la gente riéndose e interactuando y eso me hizo pensar en la libertad. A veces creemos que somos libres cuando en realidad no lo somos.
Terminamos en el dormitorio de uno de los cuatro niños. Fue irreal. Ellos tuvieron que meternos a mi amiga y a mí bajo de agua, como en las películas. Hablaron con no sé qué profesora y casi llegamos de puntitas al cuarto, que era mínimo y básico. Tenía una especie de litera con un colchón sucio y sin sabanas, un espejo, una mesa y un ropero de esos adheridos a la pared. No había lujos, solo su trabajo. Empezaron a mostrarnos sus cuadros pintados al oleo. Uno de ellos era el de un niño pequeño caminando entre la basura y el otro era el de unos ojos penetrantes. Había también un par de flores y otro paisaje. Andrea les compró dos cuadros y ellos la vieron como si la adoraran. Dijeron que con eso se iban a ayudar para comprar más materiales y seguir pintando. Cuando salimos de allí nos llevaron a recorrer el resto de La Habana y nos despedimos en el Malecón, donde nos habíamos encontrado.
Duele despedirse de gente así y también te duelen muchas cosas: duele que los jóvenes en nuestros países no se quieran superar, no lean y tampoco les interese. Duele que los gobiernos no inviertan en educación y que sigamos siendo la misma sociedad feudal llena de vasallos. Y también duele que esos jóvenes prodigios no tengan libertad y estén tan avanzados y a la vez tan atrapados.
El calor de Cuba hizo con nosotras lo que quiso y en varias ocasiones nos atropelló. En nuestro camino a Viñales —uno de los once municipios de la provincia Pinar del Río, situado a 178 km de La Habana— me enteré de que desde hace dos años la gente tiene títulos de propiedad de las casas en las que vive pero que una casa es mucho más barata que un carro. Los Mercedes Benz último modelo que se ven circular de entre los carros viejos del año 1949 son los del gobierno y sus funcionarios. Me enteré también de que Raúl Castro tiene casas y propiedades en casi todas las provincias y que la de La Habana es muy grande.
En el Valle de Viñales conocí a un chico que me contó que su madre vivía en España y que la había ido a ver dos veces, pero que en otras dos el Estado le había negado el permiso de salida. Me contó que por estos trámites tuvo que pagar mucho dinero al Estado cubano, incluso cuando le negaron el permiso.
En Cuba, los que viven para el turismo son los que viven mejor. Los taxistas son economistas, físicos y astrónomos pero consiguen más dinero trabajando al servicio del extranjero. Es muy paradójico cuando alguien te dice, por ejemplo: «Este caballo es mío pero es del Estado» o «el Estado se queda con el 90% de la cosecha de las hojas de tabaco y nosotros con el resto y las de menos calidad, que solo las usamos para uso artesanal interno porque es prohibido venderlas». Es tan injusto que el fruto de su trabajo no sea suyo, aunque luego te sonrían y sus dientes blancos y perfectos te confundan.
En mi país, Guatemala, son pocas las personas que viven en el campo que siquiera tienen dientes, en cambio es muy raro ver a un cubano con los dientes torcidos o los zapatos rotos. Nadie tiene la ropa roñosa o deshilachada, y cuando cae la noche y las calles se quedan calladas y sumergidas en la oscuridad, no hay gente durmiendo en la vía, ni en las bancas de los parques, ni en el suelo. Vi menos Homeless en Cuba que en Los Ángeles.
Los matrimonios arreglados con extranjeros también son comunes en Cuba —como nos pasa a nosotros los centroamericanos en Estados Unidos—. Es normal ver a la niña de 13 años casada con el señor de 50 o el joven cubano de 20 con la francesa de 60 bailando salsa como dos adolescentes. Un cubano nos dijo que en su país tener hijos era deporte nacional y yo cuando oí esa frase me acordé de Guatemala, en donde también lo es, solo que las mujeres se mueren en el parto o los niños al nacer.
Cuba me robó el corazón, lo estrujó y le dio vuelta a mi cabeza. Cuando aterricé en Panamá de regreso al choque de situaciones, las sentí como un puñetazo. Todo me pareció tan plástico. Cuba me hizo acordarme de lo mucho que adoro los pueblos porque yo nací en uno. Me hizo darme cuenta de que las personas nos volvemos cosas y nos vamos deshumanizando lentamente debido a ellas.
Vivimos sumergidos en la era de la superioridad, desde moral hasta monetaria y nos olvidamos de que las simplezas siempre son las mejores para el alma. Los libros te pueden hablar de Cuba, del Ché y de Fidel; te pueden contar las historias de las balsas, de los cubanos que viven en Miami y de los que se quedaron a regañadientes; y si también te dicen que Cuba es una prisión, es porque lo es.
Pero lo que nunca te van a contar los libros son los aspectos humanos y sociales que te inundan cuando estás allí. Lo que la gente es y lo que cambia en ti regresar a esa nostalgia de vivir como vivíamos antes: cuando dejábamos un papelito escrito a mano o quedábamos con alguien a una hora específica, bajo un poste de luz, frente a un parque… Todo era mucho más bonito antes, era más inocente. O al menos a mí me gustaba más.
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¿Quién es Gabriela Grajeda Arévalo?
me encantò, lo llevo a mi facbook 🙂 gracias!!