Siempre me ha conmocionado el valor que tiene un lunes en el tiempo y en la mente. Un lunes a veces huele a resignación, a maletín de cuero, a café en vaso y a mañana que no amanece. Una persona puede fallecer un viernes y el lunes ya fue olvidada porque se debe transitar la misma carretera plana que nos lleva al trabajo. Porque se debe lavar el carro, pagar los servicios y hacer la compra en el supermercado. Todos habremos sido olvidados para cuando llegue un lunes.
La vida parece muy larga mientras se está viviendo, pero en realidad es corta y dolorosa. A veces ni una vida basta para darle sentido. También sucede que los que le encuentran el sentido se mueren rápido. Por eso también me conmociona la vanidad cuando leo a gente que se cree muy importante o a escritores que necesitan agasajos contantes. Ya lo decía el chileno Roberto Bolaño: «El oficio de escritor está poblado por canallas y por tontos. Yo puedo estar rodeado de veinte escritores de mi generación y todos están convencidos de que son buenísimos y de que van a perdurar». Y lo cierto es que nadie perdura, por eso es paradójico pensar en el miedo al olvido. Es un miedo terrenal, por ende, circunstancial y vacío.
Pensamos en vida lo que nos importará cuando muramos, sin embargo, estaremos muertos. ¿Qué saben los muertos de importancias? En vida pensamos en una posteridad que desconocemos y en un legado basado en los logros que no hemos hecho.
Bolaño —el mismo Bolaño— nos dice que ser escritor es un oficio bastante miserable practicado por gente que está convencida de que es un oficio magnífico. Y la sociedad nos lo demuestra con creces porque, como diría el periodista cultural Ezequiel Martínez, «La literatura suele tener mucho prestigio, pero poca inserción social en lo concreto». Se ha hecho un altar en torno a la figura del escritor: aquella bohemia y desprolija que, según Mario Santiago, «Si ha de vivir que sea sin timón y en el delirio».
Pero ¿quién quiere vivir así en la realidad, ya sea por desordenado o queriéndose hacer el especial, mientras a su obra la barre otro lunes?
Yo creo que quien escribe —ese o esa que tuvo la suerte o la desgracia de tener una llama interna que no se extingue— nació imaginando voces o escuchándolas muy adentro de su conciencia, como si tuviera a su lado otro ser extracorpóreo que lo acompaña en las noches o cuando se desvela describiendo su manera de ver el mundo o su Macondo.
Pues bien, ese ser vino a escribir lo que le da la gana, como escribieron los que dejaron una huella de alguna manera y no serán olvidados porque son parte de un canon y ahora se leen en las escuelas. Los escritores no son seres especiales que se elevarán a los cielos al tercer día; son, como diría otra vez Bolaño, seres que necesitaron servirse de la lucidez y del sentido común que nos pertenece a todos.
Por eso es doloroso ver y hasta leer la ignorancia y la soberbia de los que se creen intocables, esos que piensan que serán famosos hasta el final de los tiempos como si no fueran parte del mismo tiempo que convierte en cenizas al barro.
Dejemos que las nuevas generaciones de escritores se quiten las pretensiones y escriban lo que quieran sin preámbulos. Que sea más importante el hacer que el ser; porque al final solo seremos, como diría Borges, «una palabra en un índice».
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¿Quién es Gabriela Grajeda Arévalo?