La Patria de Rubén Blades


Javier Stanziola_ Perfil Casi literalLa pregunta en redes sociales en Panamá la semana pasada fue si te gusta la canción Patria, de Rubén Blades. La pasión nacionalista con la que se debatió el tema es del tipo que ni se come ni se alimenta. «Patria son tantas cosas bellas», y ojalá yo pudiese entender el trimotor que enciende esta canción.

En un almuerzo con colegas me preguntaron sobre mi grupo de música preferido. Esto fue al principio de la relación laboral y cada pregunta era parte del perfil psicológico y social que se le arma a cualquier nuevo miembro de un grupo. Les respondí que la música no ha sido algo que haya influido en mi vida, mientras en mi cabeza repicaban las voces de Pimpinela. Con esto evitaba una de las tantas etiquetas con las que marcamos al otro basado en sus preferencias culturales.

Al mismo tiempo, es verdad. La música no marcó mi vida como lo hizo el teatro. De adolescente, salir del barrio de cajitas de hormigas construidas por la dictadura Torrijista para entrar a un teatro en el centro de la ciudad fue mi dinamita disruptiva. Ver a una Rossana Uribe o un Juan Manuel Ferrer en los pocos escenarios que teníamos en la década de 1980 me hizo ver cómo mi precariedad era producto de una bella y cruel telaraña social. Ver la música combinada con drama o comedia en forma de un musical me hizo creer (hasta el día de hoy) que se puede proponer y crear mundos mejores.

La música sin teatro no vino a mí: se impuso en mí. No fue una preferencia o elección. Por alguna razón tenemos la convención social de (im)poner a todo volumen en el transporte público la música de preferencia del conductor. Antes del Walkman, era imposible batallar contra esta dictadura musical. Llegas a una fiesta y los anfitriones tienen preparada una retahíla de canciones que a ellos les gusta. Para no destruir la armonía social, toca asentir, sonreír y hasta bailar al ritmo del totalitarismo musical.

Al mismo tiempo, esa imposición representa la banda sonora de mi vida. El Pedro Navaja de Rubén Blades creció conmigo. Era imposible evitarla en los buses, fiestas, tiendas de ropa y en la casa del vecino de enfrente. La primera vez que la escuché no entendí ni la mitad de la historia. Recordemos que las canciones comerciales entran, salen y se van en menos de tres minutos. Blades tomó el riesgo de presentar una historia de una pesada complejidad que requería más de siete minutos para ser contada. Y luego de entender gran parte del hilo conductor de la canción, la profesión de la mujer violentada y la crítica social, aún no me cuadra por qué el mensaje de la canción es que la vida te da sorpresas.

Como de igual forma no escogí escuchar por décadas a Rubén Blades pidiéndole a su dios que su hijo «no me salga marica, que no me salga ladrón». Sí, el cantante se ha disculpado y ha eliminado esa línea de su repertorio. Pero todo un poco demasiado tarde. Cuando llegó la disculpa, mi padre ya había escuchado esa misma línea en buses, fiestas, tiendas de ropa y en la casa del vecino de enfrente. Y él la sentía en su corazón. Yo la sentía en sus ojos.

Patria surgió cuando yo estaba sexiliado en Estados Unidos y Reino Unido. Al regresar, noté de inmediato el estatus de culto que había alcanzado la muy resbalosa «patria son tantas cosas bellas». Frustrado ante mis quejas sobre la sacralización de Patria, mi hermano, que no es fan de nadie, se sentó a leerme las otras muchas líneas de la canción con las que se vende fervor patriótico.

Al terminar su exposición sentí gran admiración por su capacidad de analizar una canción, pero el producto cultural Patria me seguía pareciendo parte de la banda sonora de mi vida en un país donde la forma vale más que el fondo. Una cultura donde la tela de la bandera y el acetato de la canción son patria, mientras que el 20% de los que viven en esa patria con hambre son una inconveniencia que debemos silenciar.

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