Mi hijo tiene dos papás


Javier Stanziola_ Perfil Casi literalMi hijo tiene dos papás: un papa y un dad. Tiene dos identidades: la panameña y la británica. O eso es lo que creo.

Desde el día que voló cientos de kilómetros hasta nosotros, el mundo de mi hijo ha sido coloreado por un papa con cuentos llenos de eñes. Desde la primera cena, el dad le ha dado pistas claves no solo para descifrar la cantidad correcta de vinagre blanco sobre el fish and chips, sino también la temperatura ideal del aceite para freír yuca y plátano.

Veo a ese pelao que aprendemos a criar todos los días y sospecho que la arquitectura de sus sueños lo hace ver verde entre tanta lluvia. «Sabe, papa, la gente me ve po la calle y piensa que nací aquí», comienza su exploración identitaria, exagerando la falta de eses y erres que escucha por esas calles, «Mi abuela dice que camino como panameño», y me pregunto si él entiende que su piel negra y generosa sonrisa han facilitado su asimilación a la humedad panameña. «Entonce, ¿cuándo sale mi pasaporte panameño?», culminan sus reflexiones en la misma pregunta de siempre y yo no sé qué responder.

Hace cuatro años mi esposo y yo iniciamos el proceso administrativo para nacionalizar a nuestro hijo ―nacido en el Reino Unido― como panameño. La Constitución establece que él tiene ese derecho y sus preguntas recurrentes sobre el espacio que ocupa lo panameño en su identidad múltiple nos sugieren que ha sido el paso correcto. O eso creemos.

Quizá cuatro años sea el tiempo promedio que tomen los papeleos criollos para ser digeridos, pero sin duda el proceso ha sido entorpecido por una línea en blanco en un formulario lleno de sellos oficiales.

Los funcionarios del organismo encargado de darle seguimiento administrativo a lo que ordena la Constitución panameña, el Tribunal Electoral, han masticado una serie de preguntas circulares para mantener la aplicación de naturalización de nuestro hijo en un eterno estado de duda. «¿Dónde está la mamá de ese niño?», pregunta el funcionario, y yo rebobino el Betamax para buscar e imitar la cara de tomate de Lupita Ferrer interpretando madres solteras de finales de siglo. «¿Por qué no aparece el nombre de la madre en el certificado de nacimiento?», insisten, y quiero salir corriendo; quizá, sí es verdad, es cierto lo que dicen: mi familia no es familia. «Es que el formulario pide el nombre de la madre», y se me ocurre que sin duda el mundo nació de una mujer, pero no todo el mundo debe ser criado por una.

«¿Qué sugieren ustedes que pongamos donde dice nombre de la madre?», y evitamos contestar que esa madre habita una libertad moldeada por una jaula de pesadillas. Seguro sería incorrecto preguntarle de vuelta, «¿eso es lo que quiere para mi hijo», o quizá simplemente no tenemos el valor de calentar burocracia. «Mejor sáquenle una visa de residente. Será lo mejor para él», dice, y la duda nos termina de comer y solo nos atrevemos a pedir por escrito tan iluminada recomendación.

Ahora son ellos los que responden con silencios. Nosotros, sin evidencia escrita, no sabemos qué hacer.

Mi hijo ya no pregunta por el pasaporte. Quizá sí sea lo mejor, me aconseja la amiga que tiene palanca en el gobierno de turno. «Le dan la nacionalidad», sugiere con la intensidad de su propia Lupita interna, «y ese mismo día te invade la casa una cruzada de psicólogos y trabajadores sociales que recitan la Biblia pero no entienden de evidencia». Otro correo electrónico, otra promesa de levantar la consulta al departamento correspondiente de si es posible dejar por escrito tan iluminada recomendación, y las eñes de mi hijo ahora solo flotan sobre su almohada.

«Quizá sí sea lo mejor», ofrece su opinión ese amiguete gay de la era posgay que orgullosamente declara, «me parece que los gays que adoptan lo hacen por ellos mismo y no por los niños», no sin antes tirarse a la cara las piedras del, «no entiendo cuál es la necedad de forzar el matrimonio igualitario», y sugerir con la mirada hundida en el asco propio, «es egoísmo. ¿Te has escuchado? Mi hijo esto, mi hijo lo otro», y me pregunto si mi madre soltera también tuvo que justificar tanto egoísmo a su amiga la casada.

Otra llamada telefónica, otro «entiendo su frustración, pero entienda que esto nunca se ha hecho en Panamá. No estamos preparados para esto», y al final de la cena la yuca frita queda huérfana en el plato.

Desde aquí puedo a ver a mi hijo bromeando, bantering, con su dad. Escogen y disparan palabras en un idioma que conozco pero no siento, se ríen, más palabras, más rápido, me miran extrañados de que no comparta la explosión de risas que entre ellos provocan, me lo explican pacientemente con un diagrama de Venn ―el chiste se pierde en la intersección de idiomas― muestro una leve sonrisa para indicar que las palabras me llegaron, mas no su significado. Se miran brevemente en silencio, se entienden y vuelven a lo suyo.

Quizá sea lo mejor.

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