«¿Deberían ser obligatorias las pruebas de VIH?», pregunta la presentadora del noticiero matutino que en realidad no es más que una caldera de chismes. «¡No!», respondo a la pantalla a gritos y escucho con desagrado cómo los años han llenado mi voz de frustración y necedad.
«Ya en Panamá esta prueba es obligatoria para mujeres embarazadas y parejas que buscan contraer matrimonio», sigue la voz chillona de la que antes era periodista pero hoy es portavoz de cualquier titiritero político con plata y palanca. «Ahora un nuevo proyecto de ley busca empoderar a doctores para que ordenen a tomar la prueba a cualquier persona que ellos consideren un riesgo para la salud pública. Para darnos su opinión sobre la pregunta del día, nos visita el director de Probisida…»
«El negocio del VIH SIDA y los maricones se sigue vistiendo de filantropía». Esto no lo dice mi voz en deterioro sino la de Douglas, ese rubio que me embarró el cuerpo de mangos con su pecho de bronce hace ya no sé cuántos años.
Y vuelve la chillona: «¿Cómo se sentiría usted si su pareja le escondiera que tiene SIDA?». Ahora no solo lo escucho, sino que también lo veo: Douglas, con su sonrisa amplia de Beverly Hills, susurra: «el eco de las patadas de caballo traicionero, hay que callarlo».
Sigue la portavoz: «Compartan sus opiniones en nuestras redes sociales con el hashtag marquemos con una cruz escarlata a todos los desviados».
Silencio. Douglas nunca vivió en las redes sociales.
Cuando lo conocí ―el mismo año en que lo perdimos― el internet era de Netscape, los correos electrónicos de AOL y los periodistas eran de verdad, pero con o sin redes sociales, Douglas hubiese tenido mucho que decir acerca de la pregunta del día.
Ya sé lo que piensan. Con el VIH tronando en cada esquina de su cuerpo, lo correcto hubiese sido ignorar la sonrisa con la que me enganchó en ese bar de South Beach de hombres disfrazados de cueros, pero no fue así. Podría mentir y decir que seguí compartiendo su cama porque era mi forma de apoderarme de mi sexualidad, redefinir las reglas y descubrirme, pero no es cierto. Podría volver a cuentearme como lo hacía cuando lo tenía entre mis piernas y repetir que el rubio de bronce por lo menos fue honesto, que el condón funciona siempre, que solo la carne me revelaría lo que escondía su silencio. Pero no hice lo correcto: disfrutarlo mientras lo veía morir cada vez que él recordaba ―pero nunca revelaba― el nombre, apellido y sabor de saliva del que lo había infectado «a punta de silencio», no era lo correcto. Agachado, con mi frente sintiendo el calor de su pelvis, lo mamaba en soledad, derramando saliva lubricante que caía en el piso para cementar a la Lupita Ferrer que yo llevaba dentro. Así solo, frente a un cuerpo con vida pero sin alma que me comía a sablazos, producía fuegos que con sus crujidos formaban palabras sin sintaxis y lograban que un ligero roce de piel descarnara mi mundo.
Pero ya es hora de dejarme de vainas. Mi cama con Douglas no era más que una serie de actos perversos de masturbación. La mirada del rubio de bronce nunca se posaba en la mía. Su hinchazón no estaba conectada a su mente, la cual prefería perderse viajando en sus años de niño bonito por las calles de Los Ángeles, adorado por vejetes con plata. Sus palabras las reservaba para crear un mundo donde se pudiese vivir plenamente con VIH y promover el conteo de las células T a nivel masivo sin ser manchado por motivos pecuniarios ni prejuicios religiosos.
Douglas tendría mucho que decir sobre la pregunta de la chillona. Quizá escribiría una de esas cadenas tuiteras que requieren más de 280 caracteres y se enumeran del uno al diez, recordándonos que la pregunta del día ya ha sido respondida una y otra vez por profesionales de la salud pública alrededor del mundo, que ya se logró un consenso internacional liderado por organizaciones como las Naciones Unidas y la Organización Mundial de la Salud, que ya entendemos que la obligatoriedad no solo va en contra de los derechos humanos, sino también incrementa el riesgo de que miles de personas marginadas eviten usar los servicios de salud.
Quizá eso diría el rubio de bronce, no lo sé, pero estoy seguro de que, víctima de ese silencio asesino, él podría responder ―con más derechos que nadie― que todos perdemos cuando nos embarramos en ese lodazal que produce la intromisión de creencias religiosas en las políticas de salud. Él más que nadie sabía del poder de doctores con cruz en pecho que usaban sus consultorios como cruzadas de la salud moral.
Detrás de la anonimidad transparente de las redes sociales, quizá hoy él podría decir lo que nunca salió de su boca: el nombre de su victimario, lo que se siente cuando no se siente la piel, lo que soñaba en sus desvelos. Admiré siempre lo que él callaba, incluso hasta lo que pensaba acerca de la muerte.
†