Carretera. A medida que uno viaja al interior del país, el verde de las montañas se descubre totalmente, toda esa belleza que en Guatemala nos viene como un relámpago. Los cronistas españoles dedicaron gruesos textos de alabanza a estos mismos parajes. Ante su asombro, describían una tierra fértil y maravillosa, bendita al punto de hacer brotar cualquier semilla que rodara por el suelo. Desde entonces los guatemaltecos hemos recurrido a esta imagen colonial para seguir alentando nuestro optimismo por el paisaje. Desde los siglos XVII y XVIII, pasando por los textos nacionalistas encomendados por Manuel Estrada Cabrera y por Jorge Ubico, y concluyendo con la caracterología de documentales «turísticos» made in Inguat, nuestra identidad está afincada en los volcanes, en el cielo y en los lagos; un espacio idílico donde el indígena no es más que la persona que atrae al turista con sus vestimentas y sus costumbres exóticas.
Esa es la imagen de ensueño que propone vivirnos como un paisaje y no como un país. Un lugar sin diferencias (o sin convergencias) culturales ni contradicciones políticas. Una tierra que busca ―como la Cenicienta― existir a partir de un primer mundo que descubra su belleza y la transforme en algo económicamente funcional. Por lo visto ni los esfuerzos de los cronistas ni de los dictadores ni de las instituciones gubernamentales han dado su fruto, no lograron convencernos de que la belleza sea suficiente para hacernos existir como nación. Creyeron que la marginación no es más que otro ingrediente en el paisaje de la carretera o que la pobreza es algo soportable para quienes salen en la postal y no dicen nada.
De eso cabe solamente afirmar que vivimos en un territorio con bandera y con ciertas convergencias de identidad, pero que al fin de cuentas, no representan un país, o una nación, o un lo que sea. Un lugar de paisaje deslumbrante, pero asolado por la debacle política, la cleptocracia y el total desprecio por los recursos naturales ―siempre y cuando no generen negocios para los pocos de siempre―.
Así que esta tierra «bendita» en realidad importa poco a pocos. Ese amor a ese país de paisajes que no se contradicen solo esconde la vieja y trillada propaganda para ingenuos, enunciada precisamente por aquellos que pisotean cualquier esperanza.
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